Hay un debate todavía abierto sobre las normas que separan las actividades, las opiniones, los movimientos sociales o cualquier otra manifestación ciudadana por razones de género. Las respuestas habituales tienen el tinte de la naturalización (es natural la dominación masculina) o de la desnaturalización (y de la irracionalización de los fundamentos de la supremacía del hombre en la historia).
Es ciertamente complicado argumentar a favor de una natural disposición en la especie para relegar durante siglos a la mujer a la esfera privada. Mucho más sencillo es despojar de tópicos el lenguaje para, como diría Marx, evidenciar la ideología subyacente a ese discurso. Una ideología que, por definición, no está basada en la razón.
Celia Amorós ha escrito en algún sitio que es el paso del tiempo, de mucho tiempo, el que ha conseguido ‘naturalizar’ esos fundamentos primeros. Dice que esas normas rígidas en beneficio del hombre, al ser revestidas con la dignidad del transcurso de la vida, al adherirse a ellas el moho de la tradición, han llegado a ser venerables y merecedoras de estima.
De una mínima bola de nieve arrojada arbitrariamente por la pendiente ha resultado por el paso del tiempo (y sólo por eso) una enorme esfera blanca a la que todo lo que conocemos se ha ido adhiriendo hasta ser el sustento de todo ello.
Ojalá únicamente la preeminencia de un género sobre el otro se viera reflejada en el párrafo anterior. Me temo que, en realidad, hay tantas y tantas bolas de nieve sin fundamento que no resultará tarea fácil dirimir con claridad cuándo nos intentan dominar por medio del género, de la economía, de la religión, de la razón, de la técnica… o de una irracional fusión de todo.