Como bien saben los que lo saben, Bolaño no es un lugar pero sí una ubicación. Para los que no, me explico: si el escritor Roberto Bolaño siguiese aun con vida tendría hoy sesenta y tres años. A esa edad, me lo puedo imaginar con pelo blanco y llevando unas gafas de carey algo pasadas de moda, pero nunca sin esa pose de bohemio progre con la que aparecía siempre en las fotos de estudio. Yo no sé si esa imagen le ayudaba a vender más ejemplares de sus libros, pero apostaría cualquier cosa que sin ella, aderezada con la historia de vida que arrastraba tras él y que se traslucía a menudo en sus novelas, la huella que dejó en el inconsciente colectivo que quienes le siguieron no sería la misma.
A los veinte años, yo también llegué a pensar durante una buena temporada que era un bohemio, pero uno que vivía todavía con sus padres y no ocupando una buhardilla que a duras penas podría haber sufragado. Que en lugar de hacerlo en una gran capital, sobrevivía en una ciudad de provincias cualquiera pero con muy poca inquietud por la cultura, salvo en contados y no menos extraños casos. Tal vez por eso, la biografía de Roberto Bolaño me subyuga casi tanto como su obra.
Alfaguara, que se hizo con los derechos de publicación de las obras del escritor chileno, arrebatándoselos a un Jorge Herralde, todavía estupefacto tras la sibilina maniobra de Random House para incluir al autor en su excelso catálogo, piensa reeditar toda la obra del chileno. De hecho, ese es el motivo por el cual estoy escribiendo este artículo y no otro. Y mientras lo hago, quiero negarme a echar mano de lo que se ha dado en llamar el enigma Bolaño y así evitar que, al menos por mi parte, se anegue de cieno su memoria. Porque si el chileno decidió acabar sus días junto a una mujer que no era la suya, no es una cuestión que incumba a nadie más que a su viuda e hijos.