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Postulando a Juan el de Cartajima

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Juan el de Cartajima fue mi gran amigo. Su muerte trastornó mi mente y desde entonces no encuentro la paz auténtica, la mía, y es por eso que hablo y escribo de política, de crisis económica y de otras sandeces que desde esta humilde atalaya de columnista son imposible cambiar.

Si Juan estuviese vivito y coleando, yo estaría escribiendo de poesía y amor, de lo trascendente y lo oculto, de la profundidad en la sencillez, de la vida normal del pueblo que eligió para vivir y morir, de la puesta de sol y del café de pucherillo, del interior de mí mismo y no del exterior del otro; pero Juan murió, y con él la sabiduría, o sea, el saborear la vida sin grandes empachos de güisqui y vitolas de hombre enciclopédico.

Tengo, tenemos, que volver a Juan o usted y yo estaremos condenados a soportarnos en esa puja de vanidades que florece en la gran sociedad; así hoy, por ejemplo, estaría obligado a discernir sobre las elecciones gallegas y catalanas, de los líos internos del PSOE, del divorcio de un tal Brad, de echar a cara o cruz si Susana, oh Susana, luchará por ser lo que es hoy Pedro o vaya usted a saber lo que nos impondría la fatal actualidad.

Me comentaba Juan que en Cartajima, pueblecito de la Serranía de Roda, se vivía con plenitud las veinticuatro horas de los trescientos sesenta y cinco días que conforman ese tiempo que los hombres han acordado en llamar año. Un buen libro de lectura, una partida de dominó, una sencilla tertulia con los hombres curtidos por la serranía, un tranquilo paseo alejado de las encaladas casas, comer y beber algo, y dormir sin despertador y azules comprimidos.

Un fin de semana que pasé con él, le pregunté por el número de parados que podía haber en Cartajima, y él, con esa socarronería tan propia del hombre sabio me dijo: “no te preocupes por ello, aquí todos cobran el paro; no es ese el problema, sino que se quieren ir a vivir a la gran ciudad.”

Y siguió hablando de la utopía de la verdadera vida, del encanto de la soledad acompañada, del mestizaje de la sabiduría con el pueblo y, muy especialmente, de la fugacidad de la felicidad.

Postulando a Juan el de Cartajima

José García Pérez
domingo, 25 de septiembre de 2016, 11:16 h (CET)
Juan el de Cartajima fue mi gran amigo. Su muerte trastornó mi mente y desde entonces no encuentro la paz auténtica, la mía, y es por eso que hablo y escribo de política, de crisis económica y de otras sandeces que desde esta humilde atalaya de columnista son imposible cambiar.

Si Juan estuviese vivito y coleando, yo estaría escribiendo de poesía y amor, de lo trascendente y lo oculto, de la profundidad en la sencillez, de la vida normal del pueblo que eligió para vivir y morir, de la puesta de sol y del café de pucherillo, del interior de mí mismo y no del exterior del otro; pero Juan murió, y con él la sabiduría, o sea, el saborear la vida sin grandes empachos de güisqui y vitolas de hombre enciclopédico.

Tengo, tenemos, que volver a Juan o usted y yo estaremos condenados a soportarnos en esa puja de vanidades que florece en la gran sociedad; así hoy, por ejemplo, estaría obligado a discernir sobre las elecciones gallegas y catalanas, de los líos internos del PSOE, del divorcio de un tal Brad, de echar a cara o cruz si Susana, oh Susana, luchará por ser lo que es hoy Pedro o vaya usted a saber lo que nos impondría la fatal actualidad.

Me comentaba Juan que en Cartajima, pueblecito de la Serranía de Roda, se vivía con plenitud las veinticuatro horas de los trescientos sesenta y cinco días que conforman ese tiempo que los hombres han acordado en llamar año. Un buen libro de lectura, una partida de dominó, una sencilla tertulia con los hombres curtidos por la serranía, un tranquilo paseo alejado de las encaladas casas, comer y beber algo, y dormir sin despertador y azules comprimidos.

Un fin de semana que pasé con él, le pregunté por el número de parados que podía haber en Cartajima, y él, con esa socarronería tan propia del hombre sabio me dijo: “no te preocupes por ello, aquí todos cobran el paro; no es ese el problema, sino que se quieren ir a vivir a la gran ciudad.”

Y siguió hablando de la utopía de la verdadera vida, del encanto de la soledad acompañada, del mestizaje de la sabiduría con el pueblo y, muy especialmente, de la fugacidad de la felicidad.

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