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He recibido un video de una duración de cincuenta minutos en el que se recogen fotos de la vida de los años sesenta. Ha despertado mis recuerdos

Otros tiempos

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Aun a riesgo de convertirme en estatua de sal, he vuelto la vista hacia atrás para encontrarme con imágenes de mi infancia y adolescencia cuya revisión me han puesto “tierno”. Para más “INRI”, me senté días pasados tranquilamente ante la televisión para volver a ver la deliciosa película de Manolo Summers “Del rosa al amarillo”. Esta joya, rodada en 1963, plantea los primeros amores de unos niños de pantalón corto y su fracaso ante unas niñas que, con su misma edad, preferían a mozalbetes de pantalón bombacho y tres o cuatro años más. Nuestra vida.

Entre el video recibido y la película en cuestión he vuelto a mis partidos de futbol en medio de “la carretera” o en aquél patinillo de calle Pozos Dulces que nosotros veíamos como el estadio de la Rosaleda. He rememorado los juegos de mi infancia, sin ordenador ni tablet. Con un trompo, unas bolas de mármol o de catarro, unas piedras con los filos matados, una tarde jugando al poli-ladro o al salto de la “papa” o a entera y otra. Aquella bicicleta sin frenos ni guardabarros. Un membrillo compartido entre varios, bocadillos de mortadela de 2.50 o una sesión doble en el Capitol con la exhibición de una de “cowboys” y otra de amores. Obras de teatro de la “galería salesiana” (aun recuerdo “el burro corto” o “el caso del señor vestido de violeta”).

Poco más necesitábamos aquellos niños que compartíamos un carrito confeccionado con una tabla y tres cojinetes. Si la cosa se ponía tirante, una pedrea en el Guadalmedina y otro chichón que justificar. Niños que vivíamos en la calle desde después del almuerzo hasta la hora de cenar y cuyo mayor tesoro era un tirachinas bien hecho o una armónica “Honner”.

La buena noticia de hoy es que, pese a los avances de la sociedad, al enclaustramiento de los niños y la infinita cantidad de juguetes prefabricados, aun puedo conseguir hacer felices a mis nietos pequeños arrastrándolos dentro de una caja de cartón tirada con una cuerda. Sigo viendo niños haciendo agujeros en la la playa y consiguiendo que el agua entre por un lado del castillo de arena y salga por detrás sin que se derrumbe. Eligiendo los coches que pasan por la carretera o abrazando a un muñeco de trapo destrozado por el uso.

Sigo pensando que es un grave error darles los juguetes hechos a los niños; que no utilicen su imaginación; que vean las aventuras en la tele en vez de vivirlas; que no tengan pandillas como la nuestra. La de esos tipos cascados que nos seguimos reuniendo cada mes después de sesenta años. Para comer y para reír. Para intercambiarnos medicinas y experiencias médicas. Para recordar aquellos primeros bailes con las hermanas, las primas y las amigas. Sin comernos un rosco. Como ahora. Para recordar los que se fueron. Para seguir viviendo.

Otros tiempos

He recibido un video de una duración de cincuenta minutos en el que se recogen fotos de la vida de los años sesenta. Ha despertado mis recuerdos
Manuel Montes Cleries
domingo, 25 de septiembre de 2016, 11:12 h (CET)
Aun a riesgo de convertirme en estatua de sal, he vuelto la vista hacia atrás para encontrarme con imágenes de mi infancia y adolescencia cuya revisión me han puesto “tierno”. Para más “INRI”, me senté días pasados tranquilamente ante la televisión para volver a ver la deliciosa película de Manolo Summers “Del rosa al amarillo”. Esta joya, rodada en 1963, plantea los primeros amores de unos niños de pantalón corto y su fracaso ante unas niñas que, con su misma edad, preferían a mozalbetes de pantalón bombacho y tres o cuatro años más. Nuestra vida.

Entre el video recibido y la película en cuestión he vuelto a mis partidos de futbol en medio de “la carretera” o en aquél patinillo de calle Pozos Dulces que nosotros veíamos como el estadio de la Rosaleda. He rememorado los juegos de mi infancia, sin ordenador ni tablet. Con un trompo, unas bolas de mármol o de catarro, unas piedras con los filos matados, una tarde jugando al poli-ladro o al salto de la “papa” o a entera y otra. Aquella bicicleta sin frenos ni guardabarros. Un membrillo compartido entre varios, bocadillos de mortadela de 2.50 o una sesión doble en el Capitol con la exhibición de una de “cowboys” y otra de amores. Obras de teatro de la “galería salesiana” (aun recuerdo “el burro corto” o “el caso del señor vestido de violeta”).

Poco más necesitábamos aquellos niños que compartíamos un carrito confeccionado con una tabla y tres cojinetes. Si la cosa se ponía tirante, una pedrea en el Guadalmedina y otro chichón que justificar. Niños que vivíamos en la calle desde después del almuerzo hasta la hora de cenar y cuyo mayor tesoro era un tirachinas bien hecho o una armónica “Honner”.

La buena noticia de hoy es que, pese a los avances de la sociedad, al enclaustramiento de los niños y la infinita cantidad de juguetes prefabricados, aun puedo conseguir hacer felices a mis nietos pequeños arrastrándolos dentro de una caja de cartón tirada con una cuerda. Sigo viendo niños haciendo agujeros en la la playa y consiguiendo que el agua entre por un lado del castillo de arena y salga por detrás sin que se derrumbe. Eligiendo los coches que pasan por la carretera o abrazando a un muñeco de trapo destrozado por el uso.

Sigo pensando que es un grave error darles los juguetes hechos a los niños; que no utilicen su imaginación; que vean las aventuras en la tele en vez de vivirlas; que no tengan pandillas como la nuestra. La de esos tipos cascados que nos seguimos reuniendo cada mes después de sesenta años. Para comer y para reír. Para intercambiarnos medicinas y experiencias médicas. Para recordar aquellos primeros bailes con las hermanas, las primas y las amigas. Sin comernos un rosco. Como ahora. Para recordar los que se fueron. Para seguir viviendo.

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