Cuando se dan situaciones como las que provocan las consultas en Cataluña, asaltan cuestiones ineludibles sobre el sistema político-social en que vivimos.
Una de las más importantes es el papel de la libertad en todo este entramado. Es sabida la existencia de dos maneras de entender la libertad, esto es, una negativa y otra positiva. La primera establece que no se puede negar a nadie el ejercicio de sus derechos (propiedad, etc.). La segunda promulga la necesidad de facilitar las condiciones para que todos puedan ejercer sus derechos.
La diferencia es sustancial: mientras que la libertad negativa implica que todo aquél que quiera (y pueda) ejerza sus derechos, la positiva implica un trabajo de igualdad de oportunidades en la línea de salida. Ambas tendencias cuentan con defensores y detractores, así como de aspectos interesantes y perversos.
En cualquier caso, existe una tercera vía de libertad que es la que no depende del sujeto actor, sino de un agente externo en el que se insiere. Es la libertad-felicidad total del Tao al unir la propia fuerza a la fuerza arrolladora del camino o, algo más cercano, la libertad spinozista en el cumplimiento del plan de Dios, al aceptar que todo está ya determinado.
Es ésa la libertad que niega la acción, que promueve el inmovilismo. Ello, a un nivel divino puede satisfacer a la lógica, pero en un nivel estructural a pie de calle se presenta como la defensa irracional de una oligarquía política o, como viene conociéndose desde hace algún tiempo, una democracia moderna. Todo lo que supera los límites de lo dado por las altas instancias es tenido como un ataque a la libertad.
Y es cierto. Es un ataque a la libertad de la inercia que hace que giremos en círculo sin preguntarnos si hay otras maneras de moverse sin acabar pasando siempre por el mismo punto.