Si hay algo que me seduce de la vida política es, sin duda, su apartado retórico. Su interpretación de los datos de manera intencionadamente sesgada y su uso de la jerga del análisis político para justificar o atacar las posiciones propias o las ajenas, es algo que hace enormemente atractivo el quehacer diario de la política.
La palabra ‘política’, en cuanto a tal, no está referida únicamente a la clase política profesional (la verdadera losa de la democracia) si no a todo aquél que quiera sentirse llamado por la clasificación aristotélica de ser humano como ‘animal político’. Asimismo, en ese grado de apertura, la aplicación del término ha de abrirse a toda situación en cuyo seno se da una relación de poder. Todos y en cualquier situación podemos hacer uso de la política -cómo no- con fines personales.
Y todos tenemos a nuestro alcance los recursos retóricos que hacen posible la argumentación en cualquier sentido, vistiendo de razón unos motivos visceralmente emocionales. Porque parece más solvente la argumentación contra, pongamos por caso, el Estatuto de Cataluña si ésta está basada en el editorial conjunto y su alineación con los poderes políticos. Es más seria la llamada al orden en aras de una Constitución inamovible que, llegado el caso, no dudaría más de uno en revisar y retocar a su antojo.
Es todo ello más formal que la llamada a los instintos y al ‘no porque no’ que de una manera irracional deforma nuestra opinión hasta que pensamos que es nuestra manera de ver la vida. Pero, al fin y al cabo, toda la retórica política tiene por función racionalizar el ‘porque no me da la gana’ y el ‘porque quiero’.
Al hallarse entonces intereses separados ansiosos de agarrarse a cualquier cornisa que tiña de grandeza la humana bajeza de sus instintos, no pueden hacer nada más que encontrarse en los argumentos: argumentar lo mismo, echando en cara al otro lo que uno quisiera para sí mismo, dando forma a un proceso reactivo realmente cómico pero demasiado caro.