La última catarata de actuaciones judiciales del juez Garzón contra políticos de algunos partidos, acompañadas de un gran despliegue de filtraciones, registros y detenciones televisadas, podría demostrar, al parecer, la falsedad del lamentable aserto que dice que poder es impunidad.
Con independencia de lo que pueda resultar de todo ello en un futuro incierto, pienso que, por desgraciada, el aserto citado se confirma permanentemente. Los actos de nuestros políticos con poder quedan siempre impunes. Queda impune el juego socio de todos contra todos, las mentiras, las manipulaciones, el incumplimiento de los programas, el clientelismo político pagado con el dinero de todos, la permanente corrupción en la que todos chapotean, el mal uso del poder que en lugar de buscar el bien común favorece a los amigos.
Admito que hay políticos honrados que no se lucran con la corrupción, pero tampoco luchan decididamente contra ella, sobre todo si se da en su propio partido. Se ha llegado a decir que la fidelidad al propio partido está por encima de la propia conciencia o algo así, pero un político honesto se debe al bien común y debía representar a sus olvidados votantes. Las acciones de unos, las omisiones de otros y la estructura de los partidos, (alguien ha dicho: las listas las hago yo) hacen imposible una regeneración de nuestra democracia.
A nadie obligan coactivamente a formar parte de un partido, por tanto el que entra en cualquiera de ellos, debía plantearse si lo mueve la búsqueda del bien común o la búsqueda de sueldos y prebendas superiores a los que tendría en su profesión, si es que la tiene. El cursus honorum en los partidos políticos puede llevar a ser incluido en alguna de las listas electorales o a la obtención de un puesto de libre designación. Mantenerse en el disfrute de lo que obtenga exige la fidelidad al partido por encima de todo.
Alguien puede argumentar que para contrapesar al poder político existe el poder judicial. Para nadie es un secreto que nuestro sistema judicial es manifiestamente mejorable, pero ningún gobierno, hasta ahora, ha querido dotarlo de unos medios técnicos equiparables a los que tiene el Ministerio de Economía y Hacienda. Los asuntos se eternizan y cualquier sentencia dictada con varios años de retraso, ya es injusta de por sí.
Si el poder judicial es el vigilante del poder político, hay que preguntarse quién vigila al vigilante y nos encontramos que ese vigilante ha sido conformado por el mismo poder político, incluido el Tribunal Constitucional. Aquí también se da lo de poder es impunidad. Algún importante juez expedientado por falta grave, ha tenido como pena el pago de una cantidad equivalente a una multa de tráfico. Las sanciones más graves siempre recaen en jueces menos importantes.
Hay otro vigilante de las administraciones y los partidos, el Tribunal de Cuentas. No sé lo que pasa con sus informes y sus reparos, nadie parece tomar medidas contra los que hicieron adjudicaciones sin cumplir la ley, los que gastaron lo que no tenía presupuestado, los que presentan unas cuentas embrolladas.
Y quizás la pregunta del millón: los condenados por corrupción, apropiación, malversación, o cohecho ¿han devuelto el dinero robado o lo pusieron a buen recaudo para disfrutarlo sin problemas? Creo recordar que uno de los implicados en el asunto de los fondos reservados devolvió el dinero. No recuerdo otro, quizás no tengo buena memoria.
También hay poderes económicos y financieros con indiscutible poder y este poder también los hace impunes, salvo los casos de Mario Conde, Javier de la Rosa y no sé si alguno más.
Pero los políticos siempre dicen que sus responsabilidades son políticas y cuando repiten triunfo en las siguientes elecciones se consideran absueltos de sus mal gobierno y de todas sus mentiras y engaños.
El bien común que defiendo exige una justicia independiente, imparcial, eficaz y rápida y unos políticos a los que se les pueda hacer el juicio de residencia, como en los tiempos de las colonias americanas. Nada se conseguirá si los ciudadanos no nos implicamos en reivindicar el valor moral de la honestidad y la responsabilidad, no solo política sino penal, de los gobernantes deshonestos.