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De ese gran disparate que algunos llaman democracia

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No se me ocurre nada más antidemocrático que un pacto de mínimos en pos de la gobernabilidad de un país. De la misma manera, no hay nada mejor para la democracia que un pueblo ingobernable. Porque, en democracia, un pueblo no está para que lo gobiernen, sino para gobernarse él solito. La democracia es el gobierno del pueblo, por y para el pueblo.
Si cinco gatos han cosechado el veintitantos por ciento de los votos electorales se creen en la legitimidad de gobernar, mal vamos. Pero si, encima, se deciden a pactar con otros cuantos para conseguir el 50%, haciendo del ideario una ensalada imposible de digerir por el común, ya no podemos hablar de dictadura sino, simplemente, de sarcasmo, de agonía de la inteligencia, de fraude electoral y, en último extremo, de ganas subjetiva de vivir del erario.
Estos eruditos de todo y nada (que, al cabo, viene a ser lo mismo), sin ser matemáticos ni labriegos, aseveran que tenemos un problema si carecemos de gobierno; y se quedan tan panchos. No han entendido nunca la democracia y todo apunta que no lo entenderán jamás. Insisto, y no me quiero poner cansino: en democracia, es el pueblo el que se gobierna y si el sistema representativo no halla la manera de representar al pueblo, coño, que deje que el pueblo se gobierne por sí solo. Lo que no puede ser es que en la comida de los imbéciles se decida el destino de un pueblo que no lo es (imbécil, quiero decir).
Está tan absolutamente degradado el conocimiento, el respeto a la inteligencia, el recto proceder, que lo mismo les da que les da lo mismo que les da igual hablar del sexo de los ángeles que del indubitable derecho a vivir decentemente del común de la gente. Eso sí, al nasciturus lo defienden con uñas y dientes; sorprende, parece como si alguien tuviera un criadero de nasciturus como el que tiene uno de gusanos de seda. Los derechos derivan de la vida, no del antes o el después. Pero da igual, aquí vale todo con tal de calentar el culo en un escaño o llenar la faltriquera a costa de la canalla, que diría el ínclito Borbón Alfonso XIII el Expoliador.
No hay que fatigarse. Todavía queda mucho tiempo antes de que la gente de este país se rija por el principio de la realidad y abandone esta patética condena a subordinarse al no principio de la fantasía calenturienta.
A este país, España, le urge una cura de ingenuidad.

De ese gran disparate que algunos llaman democracia

Mario López
martes, 30 de agosto de 2016, 08:50 h (CET)
No se me ocurre nada más antidemocrático que un pacto de mínimos en pos de la gobernabilidad de un país. De la misma manera, no hay nada mejor para la democracia que un pueblo ingobernable. Porque, en democracia, un pueblo no está para que lo gobiernen, sino para gobernarse él solito. La democracia es el gobierno del pueblo, por y para el pueblo.
Si cinco gatos han cosechado el veintitantos por ciento de los votos electorales se creen en la legitimidad de gobernar, mal vamos. Pero si, encima, se deciden a pactar con otros cuantos para conseguir el 50%, haciendo del ideario una ensalada imposible de digerir por el común, ya no podemos hablar de dictadura sino, simplemente, de sarcasmo, de agonía de la inteligencia, de fraude electoral y, en último extremo, de ganas subjetiva de vivir del erario.
Estos eruditos de todo y nada (que, al cabo, viene a ser lo mismo), sin ser matemáticos ni labriegos, aseveran que tenemos un problema si carecemos de gobierno; y se quedan tan panchos. No han entendido nunca la democracia y todo apunta que no lo entenderán jamás. Insisto, y no me quiero poner cansino: en democracia, es el pueblo el que se gobierna y si el sistema representativo no halla la manera de representar al pueblo, coño, que deje que el pueblo se gobierne por sí solo. Lo que no puede ser es que en la comida de los imbéciles se decida el destino de un pueblo que no lo es (imbécil, quiero decir).
Está tan absolutamente degradado el conocimiento, el respeto a la inteligencia, el recto proceder, que lo mismo les da que les da lo mismo que les da igual hablar del sexo de los ángeles que del indubitable derecho a vivir decentemente del común de la gente. Eso sí, al nasciturus lo defienden con uñas y dientes; sorprende, parece como si alguien tuviera un criadero de nasciturus como el que tiene uno de gusanos de seda. Los derechos derivan de la vida, no del antes o el después. Pero da igual, aquí vale todo con tal de calentar el culo en un escaño o llenar la faltriquera a costa de la canalla, que diría el ínclito Borbón Alfonso XIII el Expoliador.
No hay que fatigarse. Todavía queda mucho tiempo antes de que la gente de este país se rija por el principio de la realidad y abandone esta patética condena a subordinarse al no principio de la fantasía calenturienta.
A este país, España, le urge una cura de ingenuidad.

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