Siguiendo la huella del equipo de arqueólogos espanoles que, dirigidos por el egiptólogo Francisco Martín Valentín, se propone excavar una importante tumba tebana de la dinastía XVIII, esta columna y la de la próxima semana tendrán un innegable toque exótico y oriental.
Hacía más de diez años que no visitaba el Museo Egipcio de El Cairo.
Sigue siendo fascinante, a pesar de la riada de turistas y los engorrosos controles para entrar. El secreto está en evitar los rebaños y centrarse en las salas pequeñas. Para visitar los lugares que albergan los tesoros arqueológicos más populares (tipo Tutankahamon) conviene acercarse por la tarde, que es cuando los “tour leaders” conducen a sus manadas a los chamarileros de Khan-el-Khalili o a algún otro taller de orfebrería faraónica, o acaso a la consabida fábrica de papiros. Las sesenta libras egipcias que cuesta la entrada (en una década han triplicado el precio) se justifican plenamente; si bien no se entiende como con tan pingües ingresos el Servicio de Antigüedades mantiene salas (como, por ejemplo, la 25 y la 15) en lamentable estado de conservación; con etiquetas (donde las haya) que no han sido renovadas en los últimos cien años. Esa especie de satrapa de la arqueología egipcia llamado Hadi Hawass, es como uno de esos antiguos “sargentos de cuchara”, a quienes les gustaba mostrar su mezquino poder a base de hacer la puñeta y fastidiar siempre que hubiera ocasión, a la soldadesca. Por eso “prohíbe todo”, hasta hacer fotos de las estátuas; cosa que, está probado, no les perjudica lo más mínimo. Ese Hawass es un tipo a quien le gusta salir en la foto con reyes y presidentes y, de vez en cuando, como famoso a cualquier famoso juez estrella, dar la nota reclamando la Piedra Rosseta al Museo Británico o el busto de Nefertiti, al de Berlín.
Con todo, uno se queda más tranquilo sabiendo que una mínima parte de los tesoros egipcios se encuentra en manos seguras, aún a riesgo de que lo llamen tardo imperialista. Que no haya fondos para restaurar los catafalcos sobre los que descansan decenas de sarcófagos o para renovar de arriba a abajo los textos obsoletos, inexactos o ilegibles, que acompañan a multitud de piezas extraordinarias, resulta inverosímil considerando lo que ingresa directamente el Departamento de Antigüedades por las visitas al museo y a los lugares arqueológicos y el Gobierno a través de los dólares que se embolsa con cada turista por medio del visado.
Y, a pesar de lo difícil que es seguirle el ritmo a esa ciudad superpoblada; de los ruidos, humos y demás incomodidades, agobiado por la mole de los grandes hoteles y de las inacabables obras de la Plaza deTaharir, sigue sobreviviendo uno de los pocos edificios nobles que van quedando en la capital cairota, y en el que merece la pena perderse unas horas, deambulando por sus salas anacrónicas y polvorientas, disfrutando de su aroma decadente y único.