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“Lo que para uno es derroche para otro es virtuosa inversión.” Amando de Miguel

¿Es España el país de Europa que más derrocha en empleo público?

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Hasta hace poco estábamos convencidos de que España era una de las naciones en las que más empleados públicos existían, incluso teníamos la percepción de que la administración estaba supersaturada de personal que, en ocasiones, más que ayudar estorbaba y más que mejorar la productividad de las oficinas del Estado, servían para prolongar los procesos burocráticos que, en ocasiones, todos sabemos por experiencia, tienen la rara “virtud” de prolongarse durante interminables años. Ahora nos hemos enterado a través de un interesante artículo del economista Juan Ramón Rallo, publicado en Voz Pópuli, de que España no es, ni mucho menos, la nación de Europa que más empleos públicos sostiene sino que, curiosamente, quizá seamos de las que menos de estos servidores públicos disponemos. Este estudio supone que, en nuestra nación, contamos con 2.890.266 empleados públicos, lo que si nos comparamos con Alemania (5.631.000) o Francia (4.983.000) o, incluso, con Polonia (3.864.000) nos lleva a la conclusión de que en cuestión de número de funcionarios no andamos tan descaminados como muchos de nosotros suponíamos. Pero ¡cuidado! que no todo son buenas noticias ni vamos a tener que rectificar la sensación de que algo no funciona adecuadamente con respecto a este tipo de empleados del Estado, que tan arraigada está en la mayoría de los españoles de a pie.

Todos sabemos que los partidos políticos suelen recompensar a sus más fieles seguidores, a los familiares de aquellos que consiguen alcanzar un cargo público, desde el cual tienen opción a otorgar regalías, gabelas o lo que vulgarmente conocemos como “enchufes”, ejerciendo con magnanimidad el nepotismo, el clientelismo o el amiguismo, a favor de personas que no están capacitadas para ganar, en justa lid, unas oposiciones a funcionarios pero que, como en este país suele haber miles de plazas que nunca se cubren en propiedad, existe la triquiñuela, la trampa y el privilegio de colocar en ellos, con la calidad de interinos, a todos aquellos a los que se les deben favores, se los quiere quitar de en medio para que no incordien o a los que, si hablaran y contaran todo lo que saben, es posible que a alguno de los que gozan de la mamandurria pública, se le cayera el pelo y, en consecuencia, su estimada poltrona bien retribuida.

Y de las retribuciones es de lo que vamos a hacer referencia, precisamente. Porque, si algo hay de lo que adolece nuestra Administración pública, más que por el número de sus empleados, más que por los puestos ocupados por interinos que se mantienen en ellos lustros, décadas y, en ocasiones, más años sin que, aquella vacante que debiera haber salido a oferta pública mediante convocatoria de las preceptivas oposiciones, deje de pertenecer, incluso hasta su jubilación, a aquel interino que se hizo con ella sin necesidad de acudir a la farragosa, incómoda y poco segura oposición para la cual, por añadidura es preciso hincar los codos durante un buen tiempo, si es que se quiere aspirar a conseguir la plaza. No señores, lo que caracteriza a nuestros empleados públicos es que, no se sabe porque clase de privilegio, son los mejor retribuidos de todos sus colegas europeos.

Resulta que, si bien en España estamos por debajo de la media europea en cuanto al número de empleados públicos, en cambio, nuestro gasto por empleado público resulta ser de ¡los más altos del mundo!.. En efecto nuestro coste medio por empleado público se ha calculado en 57.753 dólares. Pero hay algo que todavía sitúa en clara ventaja al empleado público respeto al sobrecoste que representa sobre la renta per capita del resto del país al que nos referimos. En el caso de España representa un 78’9%. España tiene un coste por nómina pública superior al de la mayoría de países de nuestro entorno y, por supuesto, por encima de la media de la UE. Estamos hablando de que, para el 2015, este coste representó la friolera de un 11% sobre el PIB de la nación española. Si tenemos en cuenta la enorme diferencia existente entre la renta per cápita las naciones del norte de Europa y la nuestra, deberemos decir que, aún así, nuestros empleado públicos cobran más que los de aquellas naciones.

Algunos políticos han hablado de suprimir esta prebenda que existe para los empleados públicos que les atribuye al puesto que tienen el carácter de vitalicio. Todos sabemos que existen muchas personas que no se reciclan, que quedan anticuados y, en ocasiones, acaban siendo una rémora para el Estado y sus propios compañeros de trabajo, a la vez que un obstáculo para quienes, con mejor preparación, aspiran a poder ascender a tal empleo. El hecho de que el número de funcionarios no se considere excesivo no quiere decir que, estadísticas aparte, no pudiera ser objeto de revisión a la baja como, por ejemplo, viene ocurriendo en el sector de las empresas privadas o en el campo de los autónomos, donde la ofimática, la robótica, los avances de todo orden que se han venido registrando, con especial intensidad en los últimos años, vienen demostrando que, cada vez, se puede prescindir de más gente que puede ser suplida, con ventaja, por una adecuada mecanización y digitilación de las oficinas y las cadenas automatizadas de producción.

Lo cierto es que, en este aspecto, el de los empleados públicos juega un factor muy importante que siempre es tenido en cuenta por los partidos políticos a la hora de afrontar el peliagudo problema de suprimir cargos públicos. Se trata de la caza del voto; de impedir que se les escapen los votantes de este importante colectivo de los empleados del sector público. Un empleado representa un voto y las máquinas, la informática o los adelantos técnicos no votan, no pueden, por ahora, decidir el futuro de quienes se verían afectados si decidieran emprender un recorte, que debiera ser urgente en todo este sector de la función pública. No entraron en ello los socialistas, tampoco lo han hecho, durante sus legislaturas en las que gobernaron los del PP y ya podemos imaginarlos lo que sucedería si las izquierdas, en una gran coalición, se hicieran con el poder; en cuyo caso, con su manía de estatalización de la economía y con su política intervencionista sobre las empresas privadas, es evidente que el número de funcionarios se incrementaría de una forma geométrica.

Sin embargo, resulta que los jueces se quejan de falta de medios para poder llevar a cabo su trabajo y, algo de razón deben tener, si tenemos en cuenta la lentitud como, en la actualidad, se ventilan los casos que duermen el sueño de los justos mientras esperan que les llegue el día en que se señale la fecha de la vista del juicio. Los funcionarios protestan porque no se les aumentan sus retribuciones, a pesar de que, en relación a la del resto de los empleados, resulta ser muy superior. Los médicos y enfermeros de la Salud Pública reclaman contra una posible colaboración con la sanidad privada porque, para ellos, representa una disminución de las plazas a las que podrían aspirar. Los militares, la Cenicienta de los PGE, se quejan porque el Ejército, aparte de ser cada vez más reducido, los militares cobran menos y, por añadidura, no cuenta con los adelantos técnicos de los que disponen otros países; lo que, según parece, nos crearía graves dificultades si, como es muy posible que ocurriera algún día, los talibanes o los del Isis, que ya lo vienen reclamando abiertamente, decidieran que ha llegado el momento de recuperar El Ándalus, que les fue arrebatado, por los Reyes Católicos, allá por el año 1492.

O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, de aquellos que, en realidad, siempre acaban por ser los que pagamos, aumentando nuestros impuestos, cuando la Administración precisa más recaudaciones para hacer frente a aquellos pagos que, en ocasiones, no han sido capaces de prever, no han tenido las narices de evitar y han preferido que, como es habitual que suceda, seamos nosotros, los ciudadanos rasos, los que, con nuestros impuestos, seamos los que acabemos pagando su incapacidad para hacer que los gastos de Estado vayan disminuyendo y, en lugar de contribuir a ello, se dedican con sus insensateces, disputas internas, egoísmos y falta de patriotismo , como está sucediendo ahora, a despilfarrar el dinero de los españoles, convocando elecciones, una vez y otra, a causa de su supina incapacidad para entenderse y su falta de sentido común, que los hace unos seres ineptos para gobernar el país. Lo malo es que lo vamos a pagar en nuestras propias carnes.

¿Es España el país de Europa que más derrocha en empleo público?

“Lo que para uno es derroche para otro es virtuosa inversión.” Amando de Miguel
Miguel Massanet
martes, 16 de agosto de 2016, 10:45 h (CET)
Hasta hace poco estábamos convencidos de que España era una de las naciones en las que más empleados públicos existían, incluso teníamos la percepción de que la administración estaba supersaturada de personal que, en ocasiones, más que ayudar estorbaba y más que mejorar la productividad de las oficinas del Estado, servían para prolongar los procesos burocráticos que, en ocasiones, todos sabemos por experiencia, tienen la rara “virtud” de prolongarse durante interminables años. Ahora nos hemos enterado a través de un interesante artículo del economista Juan Ramón Rallo, publicado en Voz Pópuli, de que España no es, ni mucho menos, la nación de Europa que más empleos públicos sostiene sino que, curiosamente, quizá seamos de las que menos de estos servidores públicos disponemos. Este estudio supone que, en nuestra nación, contamos con 2.890.266 empleados públicos, lo que si nos comparamos con Alemania (5.631.000) o Francia (4.983.000) o, incluso, con Polonia (3.864.000) nos lleva a la conclusión de que en cuestión de número de funcionarios no andamos tan descaminados como muchos de nosotros suponíamos. Pero ¡cuidado! que no todo son buenas noticias ni vamos a tener que rectificar la sensación de que algo no funciona adecuadamente con respecto a este tipo de empleados del Estado, que tan arraigada está en la mayoría de los españoles de a pie.

Todos sabemos que los partidos políticos suelen recompensar a sus más fieles seguidores, a los familiares de aquellos que consiguen alcanzar un cargo público, desde el cual tienen opción a otorgar regalías, gabelas o lo que vulgarmente conocemos como “enchufes”, ejerciendo con magnanimidad el nepotismo, el clientelismo o el amiguismo, a favor de personas que no están capacitadas para ganar, en justa lid, unas oposiciones a funcionarios pero que, como en este país suele haber miles de plazas que nunca se cubren en propiedad, existe la triquiñuela, la trampa y el privilegio de colocar en ellos, con la calidad de interinos, a todos aquellos a los que se les deben favores, se los quiere quitar de en medio para que no incordien o a los que, si hablaran y contaran todo lo que saben, es posible que a alguno de los que gozan de la mamandurria pública, se le cayera el pelo y, en consecuencia, su estimada poltrona bien retribuida.

Y de las retribuciones es de lo que vamos a hacer referencia, precisamente. Porque, si algo hay de lo que adolece nuestra Administración pública, más que por el número de sus empleados, más que por los puestos ocupados por interinos que se mantienen en ellos lustros, décadas y, en ocasiones, más años sin que, aquella vacante que debiera haber salido a oferta pública mediante convocatoria de las preceptivas oposiciones, deje de pertenecer, incluso hasta su jubilación, a aquel interino que se hizo con ella sin necesidad de acudir a la farragosa, incómoda y poco segura oposición para la cual, por añadidura es preciso hincar los codos durante un buen tiempo, si es que se quiere aspirar a conseguir la plaza. No señores, lo que caracteriza a nuestros empleados públicos es que, no se sabe porque clase de privilegio, son los mejor retribuidos de todos sus colegas europeos.

Resulta que, si bien en España estamos por debajo de la media europea en cuanto al número de empleados públicos, en cambio, nuestro gasto por empleado público resulta ser de ¡los más altos del mundo!.. En efecto nuestro coste medio por empleado público se ha calculado en 57.753 dólares. Pero hay algo que todavía sitúa en clara ventaja al empleado público respeto al sobrecoste que representa sobre la renta per capita del resto del país al que nos referimos. En el caso de España representa un 78’9%. España tiene un coste por nómina pública superior al de la mayoría de países de nuestro entorno y, por supuesto, por encima de la media de la UE. Estamos hablando de que, para el 2015, este coste representó la friolera de un 11% sobre el PIB de la nación española. Si tenemos en cuenta la enorme diferencia existente entre la renta per cápita las naciones del norte de Europa y la nuestra, deberemos decir que, aún así, nuestros empleado públicos cobran más que los de aquellas naciones.

Algunos políticos han hablado de suprimir esta prebenda que existe para los empleados públicos que les atribuye al puesto que tienen el carácter de vitalicio. Todos sabemos que existen muchas personas que no se reciclan, que quedan anticuados y, en ocasiones, acaban siendo una rémora para el Estado y sus propios compañeros de trabajo, a la vez que un obstáculo para quienes, con mejor preparación, aspiran a poder ascender a tal empleo. El hecho de que el número de funcionarios no se considere excesivo no quiere decir que, estadísticas aparte, no pudiera ser objeto de revisión a la baja como, por ejemplo, viene ocurriendo en el sector de las empresas privadas o en el campo de los autónomos, donde la ofimática, la robótica, los avances de todo orden que se han venido registrando, con especial intensidad en los últimos años, vienen demostrando que, cada vez, se puede prescindir de más gente que puede ser suplida, con ventaja, por una adecuada mecanización y digitilación de las oficinas y las cadenas automatizadas de producción.

Lo cierto es que, en este aspecto, el de los empleados públicos juega un factor muy importante que siempre es tenido en cuenta por los partidos políticos a la hora de afrontar el peliagudo problema de suprimir cargos públicos. Se trata de la caza del voto; de impedir que se les escapen los votantes de este importante colectivo de los empleados del sector público. Un empleado representa un voto y las máquinas, la informática o los adelantos técnicos no votan, no pueden, por ahora, decidir el futuro de quienes se verían afectados si decidieran emprender un recorte, que debiera ser urgente en todo este sector de la función pública. No entraron en ello los socialistas, tampoco lo han hecho, durante sus legislaturas en las que gobernaron los del PP y ya podemos imaginarlos lo que sucedería si las izquierdas, en una gran coalición, se hicieran con el poder; en cuyo caso, con su manía de estatalización de la economía y con su política intervencionista sobre las empresas privadas, es evidente que el número de funcionarios se incrementaría de una forma geométrica.

Sin embargo, resulta que los jueces se quejan de falta de medios para poder llevar a cabo su trabajo y, algo de razón deben tener, si tenemos en cuenta la lentitud como, en la actualidad, se ventilan los casos que duermen el sueño de los justos mientras esperan que les llegue el día en que se señale la fecha de la vista del juicio. Los funcionarios protestan porque no se les aumentan sus retribuciones, a pesar de que, en relación a la del resto de los empleados, resulta ser muy superior. Los médicos y enfermeros de la Salud Pública reclaman contra una posible colaboración con la sanidad privada porque, para ellos, representa una disminución de las plazas a las que podrían aspirar. Los militares, la Cenicienta de los PGE, se quejan porque el Ejército, aparte de ser cada vez más reducido, los militares cobran menos y, por añadidura, no cuenta con los adelantos técnicos de los que disponen otros países; lo que, según parece, nos crearía graves dificultades si, como es muy posible que ocurriera algún día, los talibanes o los del Isis, que ya lo vienen reclamando abiertamente, decidieran que ha llegado el momento de recuperar El Ándalus, que les fue arrebatado, por los Reyes Católicos, allá por el año 1492.

O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, de aquellos que, en realidad, siempre acaban por ser los que pagamos, aumentando nuestros impuestos, cuando la Administración precisa más recaudaciones para hacer frente a aquellos pagos que, en ocasiones, no han sido capaces de prever, no han tenido las narices de evitar y han preferido que, como es habitual que suceda, seamos nosotros, los ciudadanos rasos, los que, con nuestros impuestos, seamos los que acabemos pagando su incapacidad para hacer que los gastos de Estado vayan disminuyendo y, en lugar de contribuir a ello, se dedican con sus insensateces, disputas internas, egoísmos y falta de patriotismo , como está sucediendo ahora, a despilfarrar el dinero de los españoles, convocando elecciones, una vez y otra, a causa de su supina incapacidad para entenderse y su falta de sentido común, que los hace unos seres ineptos para gobernar el país. Lo malo es que lo vamos a pagar en nuestras propias carnes.

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