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Extrañeza conmigo mismo

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Ya a mediados de agosto siento en mí una cierta extrañeza melancólica que si bien no llega a abrumarme, sí consigue que perciba una actitud de permisibilidad con el tedio que me consume.

Y es que desde hace más de cuarenta años es la primera vez que no acudo a la bravía llamada del Atlántico, al cobijo de la sagrada terraza donde me sentía feliz, a la eucaristía con la madre naturaleza donde acudía tarde o mañana para contemplar la pleamar y/o bajamar, a mi torpe paseo por la ribera camino de levante al encuentro de la concha de calamar donde picaba incansablemente el canario Limón o a mi visión de la marisma desde la alta duna roja en busca del beso perdido donde brotaban florecillas de agua.

Ahora sigo en el duro y gris asfalto caminando sin ganas y sin rumbo al encuentro de un restaurante en el que satisfacer la necesidad perentoria de comer sin hambre y así, mientras “la ciudad que todo lo acoge y todo lo silencia”, Málaga, se encuentra de fiesta, yo deambulo como sonámbulo entre sombras del ayer y realidades del hoy.

La ciudad me va consumiendo con eterna lentitud; y asumo el sacrificio porque era necesaria esta estancia en soledad compartida. La asumo, sí, pero me rebelo contra ella cuando desperezo y salgo a la búsqueda del encuentro con el asombro a horas en que mi presencia en la mazmorra no es totalmente necesaria.

Y vuelvo derrotado al encuentro del teclado que todo lo permite y en él, con la parsimonia de una sacrificada ceremonia, voy dejando huellas de mi desvarío diario a la espera que el otoño deslice su milagro amarillo entre las hojas caídas que espero acompañen mi paseo imaginario por calles donde se escuche su crujir ante mis pasos.

Y cuento los días, minutos y segundos en que todo mi universo -no más de cinco calles y tres plazas- se transfigure en manifestación sagrada que deje atrás este tiempo que intento diluir entre muecas de sonrisas y películas televisadas que me hastían.

Mientras llegue ese débil paraíso, escribiremos un cuento, una novela corta o unas vivencias en este “copo nuestro de cada día” que se ha convertido en mi única razón de seguir existiendo.

Extrañeza conmigo mismo

José García Pérez
martes, 16 de agosto de 2016, 10:39 h (CET)
Ya a mediados de agosto siento en mí una cierta extrañeza melancólica que si bien no llega a abrumarme, sí consigue que perciba una actitud de permisibilidad con el tedio que me consume.

Y es que desde hace más de cuarenta años es la primera vez que no acudo a la bravía llamada del Atlántico, al cobijo de la sagrada terraza donde me sentía feliz, a la eucaristía con la madre naturaleza donde acudía tarde o mañana para contemplar la pleamar y/o bajamar, a mi torpe paseo por la ribera camino de levante al encuentro de la concha de calamar donde picaba incansablemente el canario Limón o a mi visión de la marisma desde la alta duna roja en busca del beso perdido donde brotaban florecillas de agua.

Ahora sigo en el duro y gris asfalto caminando sin ganas y sin rumbo al encuentro de un restaurante en el que satisfacer la necesidad perentoria de comer sin hambre y así, mientras “la ciudad que todo lo acoge y todo lo silencia”, Málaga, se encuentra de fiesta, yo deambulo como sonámbulo entre sombras del ayer y realidades del hoy.

La ciudad me va consumiendo con eterna lentitud; y asumo el sacrificio porque era necesaria esta estancia en soledad compartida. La asumo, sí, pero me rebelo contra ella cuando desperezo y salgo a la búsqueda del encuentro con el asombro a horas en que mi presencia en la mazmorra no es totalmente necesaria.

Y vuelvo derrotado al encuentro del teclado que todo lo permite y en él, con la parsimonia de una sacrificada ceremonia, voy dejando huellas de mi desvarío diario a la espera que el otoño deslice su milagro amarillo entre las hojas caídas que espero acompañen mi paseo imaginario por calles donde se escuche su crujir ante mis pasos.

Y cuento los días, minutos y segundos en que todo mi universo -no más de cinco calles y tres plazas- se transfigure en manifestación sagrada que deje atrás este tiempo que intento diluir entre muecas de sonrisas y películas televisadas que me hastían.

Mientras llegue ese débil paraíso, escribiremos un cuento, una novela corta o unas vivencias en este “copo nuestro de cada día” que se ha convertido en mi única razón de seguir existiendo.

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