El desarrollo de las sociedades complejas ha hecho que algunas instituciones se hayan visto obligadas a variar sus objetivos y sus maneras de conseguirlos.
Los partidos políticos, por ejemplo, han tenido que dejar de lado la ideología para entregarse enteramente a la cuestión política (ese era el miedo de los fundadores de los partidos socialistas europeos, un miedo que la historia ha demostrado que era totalmente justificado).
Cuando la llegada al poder es tenida como un fin en sí mismo, es evidente que los objetivos que se persiguen una vez se está en la posición de mando tienen que ver con la consolidación y acaso la expansión del poder. Todo ello en el contexto de una era presidida por la economía.
Para contrarrestar la necesidad del poder para las clases políticas, se ha dotado a algunas instituciones sociales de unas competencias que globalizan su actuación. Dos de esas instituciones son las que se ocupan de la defensa de dos derechos relativamente nuevos: la sanidad y la educación.
La globalización de su actuación desemboca muchas veces en un colapso en las funciones de unos profesionales que ven como ser médico o profesor es solamente una parte de su trabajo.
Como dice García Santesmases, los profesionales de la sanidad y la educación se ven desbordados por las nuevas demandas de sus profesiones y están obligados a sufrir las consecuencias de ser los únicos estamentos igualitarios en una sociedad profundamente desigual.
Porque, al menos la escuela, no participa del resto de la sociedad. Es un lugar donde todo se arregla sin esfuerzo y donde los cursos se superan con buena voluntad. El devenir de la historia que ha reafirmado una sociedad de grandes desajustes, ha creado también una institución que no prepara a los ciudadanos para enfrentarse con las frustraciones que luego, seguramente, encontrarán.
La escuela estuvo muchos años separada de la vida en un sentido teórico. Hoy lo está también en la práctica.