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No se puede seguir siendo niño permanentemente

Infantilismo

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Creo que no me equivoco si digo que sociológicamente vivimos una época infantiloide en la que la adultez se alcanza a mayores edades que antaño. Cuando mi padre era joven, aunque la carrera de magisterio que hizo era de tres años, a los 19 ya estaba trabajando. Esto llevaba también a casarse pronto. No necesito remontarme a anteriores generaciones, sino a la mía: Mi hermano y mi cuñada se casaron con 23 y 24 años respectivamente, y cuando tenían 28 años ya eran padres de 3 niños.

No se si esta precocidad llevaba a una mayor responsabilidad o era una mayor responsabilidad la que llevaba a la precocidad. En cualquier caso, el resultado era que en torno a los veintitantos años la gente ya era y se consideraba adulta, y en consecuencia, aunque fuera joven de edad, ya tenía una notable madurez en cuanto al modo de enfrentarse a la vida.

Recuerdo que cuando hice el servicio militar, un capitán nos dijo que aprovecháramos esa etapa de nuestra vida porque la mili era la última oportunidad que teníamos de actuar como niños. Quizá fuera una simplificación de tiempos antiguos, pero da una idea de que en aquellos años, en torno a la edad de 25 ó 26 años, la gente ya salía del cascarón para enfrentarse a la vida de lleno.

La incorporación a la vida civil, el dejar atrás las niñerías, es ley de vida. No se puede seguir siendo niño permanentemente. Pretender lo contrario es una especie de cobardía. Podrá haber excepciones por motivos psicológicos o por otras enfermedades que impidan afrontar las dificultades de la existencia, pero lo normal será irse abriendo a la vida, no solo a los peligros, sino también a las cosas gratificantes que la vida tiene reservadas a las personas adultas.

Quizá el enfrentamiento a la vida no deba ser instantáneo. Antes de formar una familia parece lógico un cierto tiempo de ejercicio profesional en el que se ganen los primeros dineros a fuerza del propio sudor, y se hagan los primeros ahorros antes de casarse. La integración en la vida familiar, profesional y social debe ser paulatina, pero debe haber tal integración decididamente, lo cual poco a poco se reflejará incluso en las conversaciones: Es lógico que las conversaciones versen sobre lo que se tiene en la cabeza, y una persona adulta, con una incipiente familia, aunque sea joven de edad, ya no tiene en mente los temas juveniles, prácticamente reducidos a pasarlo bien con juegos o diversiones lúdicas en las que hay total ausencia de responsabilidad hacia los temas que interesan a un ciudadano adulto.

En los últimos años, al menos a mí me causan verdadera vergüenza ajena esos tiarrones y tiarronas de treinta y tantos años, de todos los pelajes, que todavía van en pandillas juveniles o que tienen modos o hábitos propios de veinteañeros, y lo peor, ideales de veinteañeros, es decir, que parece que necesitan estar jugando todo el día como niños, sin el más mínimo interés por las cosas que interesan a un adulto, como su propia familia, su trabajo, sus aficiones intelectuales, el fomento de la profunda conversación con amigos, la política, etc.

Este ganado infantil, cada vez más numeroso, que normalmente vive de la sopa boba, es el resultado de los paños calientes de una sociedad hedonista en la que, debido a la deficiente educación recibida, en la que no se ha valorado el esfuerzo y el sacrificio, ha crecido una ingente multitud de niños mimados que llegada a una edad, ya nadie sabe qué hacer con ellos, y ellos tampoco saben qué hacer consigo mismos, salvo divertirse, porque nadie les ha enseñado que la vida es algo más que una mera diversión o un estado de vacaciones permanente.

Como he dicho más arriba, esto sucede en todos los pelajes y en todas las ideologías, tanto en las izquierdas como en las derechas, tanto entre gentes agnósticas y ateas como entre católicos. En la reciente Jornada Mundial de la Juventud se han podido ver en los medios de comunicación, imágenes de muchos chicos y chicas, pero también, entre los anteriores, no pocos tipos o tipas ya entrados en años, gritando y actuando como si tuvieran una edad inferior a la que tienen, perfectamente integrados en una sociología juvenil, cuando no infantil, absolutamente inapropiada a su edad.

Se podrá argumentar de todo este personal, que son “monitores”. Efectivamente, hoy hay monitores de todo tipo y por todas partes. Son ese ganado intermedio, que ni son padres de familia ni chavales, sino algo a mitad de camino, inmaduros respecto a los de su edad, y algo más maduros, aunque no mucho, respecto a los niños a los que monitorizan y con quienes comparten un feliz infantilismo lúdico de juegos y diversiones, sustituyendo a los padres de esos niños, que encuentran en los monitores una buena coartada para no encarar plenamente la obligación de educarles.

Así nos va.

Infantilismo

No se puede seguir siendo niño permanentemente
Antonio Moya Somolinos
domingo, 31 de julio de 2016, 11:53 h (CET)
Creo que no me equivoco si digo que sociológicamente vivimos una época infantiloide en la que la adultez se alcanza a mayores edades que antaño. Cuando mi padre era joven, aunque la carrera de magisterio que hizo era de tres años, a los 19 ya estaba trabajando. Esto llevaba también a casarse pronto. No necesito remontarme a anteriores generaciones, sino a la mía: Mi hermano y mi cuñada se casaron con 23 y 24 años respectivamente, y cuando tenían 28 años ya eran padres de 3 niños.

No se si esta precocidad llevaba a una mayor responsabilidad o era una mayor responsabilidad la que llevaba a la precocidad. En cualquier caso, el resultado era que en torno a los veintitantos años la gente ya era y se consideraba adulta, y en consecuencia, aunque fuera joven de edad, ya tenía una notable madurez en cuanto al modo de enfrentarse a la vida.

Recuerdo que cuando hice el servicio militar, un capitán nos dijo que aprovecháramos esa etapa de nuestra vida porque la mili era la última oportunidad que teníamos de actuar como niños. Quizá fuera una simplificación de tiempos antiguos, pero da una idea de que en aquellos años, en torno a la edad de 25 ó 26 años, la gente ya salía del cascarón para enfrentarse a la vida de lleno.

La incorporación a la vida civil, el dejar atrás las niñerías, es ley de vida. No se puede seguir siendo niño permanentemente. Pretender lo contrario es una especie de cobardía. Podrá haber excepciones por motivos psicológicos o por otras enfermedades que impidan afrontar las dificultades de la existencia, pero lo normal será irse abriendo a la vida, no solo a los peligros, sino también a las cosas gratificantes que la vida tiene reservadas a las personas adultas.

Quizá el enfrentamiento a la vida no deba ser instantáneo. Antes de formar una familia parece lógico un cierto tiempo de ejercicio profesional en el que se ganen los primeros dineros a fuerza del propio sudor, y se hagan los primeros ahorros antes de casarse. La integración en la vida familiar, profesional y social debe ser paulatina, pero debe haber tal integración decididamente, lo cual poco a poco se reflejará incluso en las conversaciones: Es lógico que las conversaciones versen sobre lo que se tiene en la cabeza, y una persona adulta, con una incipiente familia, aunque sea joven de edad, ya no tiene en mente los temas juveniles, prácticamente reducidos a pasarlo bien con juegos o diversiones lúdicas en las que hay total ausencia de responsabilidad hacia los temas que interesan a un ciudadano adulto.

En los últimos años, al menos a mí me causan verdadera vergüenza ajena esos tiarrones y tiarronas de treinta y tantos años, de todos los pelajes, que todavía van en pandillas juveniles o que tienen modos o hábitos propios de veinteañeros, y lo peor, ideales de veinteañeros, es decir, que parece que necesitan estar jugando todo el día como niños, sin el más mínimo interés por las cosas que interesan a un adulto, como su propia familia, su trabajo, sus aficiones intelectuales, el fomento de la profunda conversación con amigos, la política, etc.

Este ganado infantil, cada vez más numeroso, que normalmente vive de la sopa boba, es el resultado de los paños calientes de una sociedad hedonista en la que, debido a la deficiente educación recibida, en la que no se ha valorado el esfuerzo y el sacrificio, ha crecido una ingente multitud de niños mimados que llegada a una edad, ya nadie sabe qué hacer con ellos, y ellos tampoco saben qué hacer consigo mismos, salvo divertirse, porque nadie les ha enseñado que la vida es algo más que una mera diversión o un estado de vacaciones permanente.

Como he dicho más arriba, esto sucede en todos los pelajes y en todas las ideologías, tanto en las izquierdas como en las derechas, tanto entre gentes agnósticas y ateas como entre católicos. En la reciente Jornada Mundial de la Juventud se han podido ver en los medios de comunicación, imágenes de muchos chicos y chicas, pero también, entre los anteriores, no pocos tipos o tipas ya entrados en años, gritando y actuando como si tuvieran una edad inferior a la que tienen, perfectamente integrados en una sociología juvenil, cuando no infantil, absolutamente inapropiada a su edad.

Se podrá argumentar de todo este personal, que son “monitores”. Efectivamente, hoy hay monitores de todo tipo y por todas partes. Son ese ganado intermedio, que ni son padres de familia ni chavales, sino algo a mitad de camino, inmaduros respecto a los de su edad, y algo más maduros, aunque no mucho, respecto a los niños a los que monitorizan y con quienes comparten un feliz infantilismo lúdico de juegos y diversiones, sustituyendo a los padres de esos niños, que encuentran en los monitores una buena coartada para no encarar plenamente la obligación de educarles.

Así nos va.

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