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“Que mal lo he tenido que hacer para que ustedes me aplaudan”

Sin asombro en el Congreso de los Diputados

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En mi leal manera de entender este mundo creo que las personas, a no ser que se sea demasiado burro, inician el proceso del amor a través de oído, o sea, de la palabra oída y, en ocasiones, escrita. Se puede llegar a recordar de por vida aquello que un día, a modo de fértil río, nos entró entre la cadena de huesecillos y quedó instalado para siempre en nuestra particular plaza del asombro y olvidar, a poco que lo intentemos, acciones que se conocen coloquialmente como meteduras de patas. Desde luego, y para que conste por lo que pudiese ocurrir, un servidor se encandila más con una ligera sonrisa que con una estruendosa carcajada, con un susurro que con una cursilada, con la brevedad de un sentimiento bien explicado que con una retahíla de vocablos.

Viene este preámbulo a cuento por el triste hecho de saber que en el Parlamento, templo sagrado de la palabra, ésta, la palabra, tiene muy poca credibilidad, por no decir ninguna.

Fue en el siglo XIX, no recuerdo el nombre del protagonista, cuando un político en el uso de la palabra fue interrumpido por los aplausos de la oposición y él, sorprendido al máximo, comentó en voz alta aquello de: “Que mal lo he tenido que hacer para que ustedes me aplaudan.”

No sé, tampoco me importa en demasía, si Rajoy va a declinar su investidura ante la imposibilidad de conseguir en su peregrino discurso un solo voto de apoyo, pero pensándolo bien qué tristeza que tal reunión de lechuguinos y lechuguinas conformen la Gran Plaza del Asombro Democrático.

Decía Montaigne que “la palabra es mitad de quien la dice y mitad de quien la escucha”, dicho sea de paso una de las citas que mejor se acomodan a la realidad; pues bien la “otra mitad” de la palabra, la que percibe el órgano receptor en el Congreso de los Diputados, está siempre dispuesta, aunque se diga una verdad sagrada, a la más clásica de las peinetas. Y no porque allí se oiga pero no se escuche, que también, sino porque lo imperante en el sagrario de la palabra humana, el Congreso, es el cambalache, o sea, tú me das si yo te doy o el escándalo de las formas y el olvido de los principios; lógicamente esto que escribo va también dirigido para Rajoy y su mariachi.

Lo mejor, todos ellos a paseo y nosotros a votar por tercera vez y que salga una enorme mayoría absoluta, la que sea, para descansar cuatro años de tanto tonto suelto por el hemiciclo.

Sin asombro en el Congreso de los Diputados

“Que mal lo he tenido que hacer para que ustedes me aplaudan”
José García Pérez
martes, 26 de julio de 2016, 08:09 h (CET)
En mi leal manera de entender este mundo creo que las personas, a no ser que se sea demasiado burro, inician el proceso del amor a través de oído, o sea, de la palabra oída y, en ocasiones, escrita. Se puede llegar a recordar de por vida aquello que un día, a modo de fértil río, nos entró entre la cadena de huesecillos y quedó instalado para siempre en nuestra particular plaza del asombro y olvidar, a poco que lo intentemos, acciones que se conocen coloquialmente como meteduras de patas. Desde luego, y para que conste por lo que pudiese ocurrir, un servidor se encandila más con una ligera sonrisa que con una estruendosa carcajada, con un susurro que con una cursilada, con la brevedad de un sentimiento bien explicado que con una retahíla de vocablos.

Viene este preámbulo a cuento por el triste hecho de saber que en el Parlamento, templo sagrado de la palabra, ésta, la palabra, tiene muy poca credibilidad, por no decir ninguna.

Fue en el siglo XIX, no recuerdo el nombre del protagonista, cuando un político en el uso de la palabra fue interrumpido por los aplausos de la oposición y él, sorprendido al máximo, comentó en voz alta aquello de: “Que mal lo he tenido que hacer para que ustedes me aplaudan.”

No sé, tampoco me importa en demasía, si Rajoy va a declinar su investidura ante la imposibilidad de conseguir en su peregrino discurso un solo voto de apoyo, pero pensándolo bien qué tristeza que tal reunión de lechuguinos y lechuguinas conformen la Gran Plaza del Asombro Democrático.

Decía Montaigne que “la palabra es mitad de quien la dice y mitad de quien la escucha”, dicho sea de paso una de las citas que mejor se acomodan a la realidad; pues bien la “otra mitad” de la palabra, la que percibe el órgano receptor en el Congreso de los Diputados, está siempre dispuesta, aunque se diga una verdad sagrada, a la más clásica de las peinetas. Y no porque allí se oiga pero no se escuche, que también, sino porque lo imperante en el sagrario de la palabra humana, el Congreso, es el cambalache, o sea, tú me das si yo te doy o el escándalo de las formas y el olvido de los principios; lógicamente esto que escribo va también dirigido para Rajoy y su mariachi.

Lo mejor, todos ellos a paseo y nosotros a votar por tercera vez y que salga una enorme mayoría absoluta, la que sea, para descansar cuatro años de tanto tonto suelto por el hemiciclo.

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