Pedro Solbes ha sido barrido de su escaño. Tal vez en consecuencia de la premonición algunas veces manifestada en esta misma columna, y como resultado de las precisas apreciaciones con las que le alimenta el impertinente catalejo. En distintos momentos de la historia reciente “ha visto” la conveniencia de que una limpiadora del servicio de mantenimiento del Congreso retire, también, con los papeles y desechos al término de cada sesión, a los perezosos diputados cuya labor más ordinaria es la de ver como se destruye España; ante sus narices, y mientras permanecen somnolientos de brazos cruzados, ensimismados -eso sí-, en la mensual espera de sus emolumentos y bagatelas.
En apariencia, y de cara a la galería, Solbes ha dimitido como parte de la caída en desgracia de las ex “manos derechas” de ZP que tan buenos servicios le han prestado en esa misma e innoble tarea. Es un hombre que desde que terminó la licenciatura de Económicas, y aprobada una oposición de funcionario, ha vivido de poltrona en poltrona y con coche oficial que, tan sólo, cambió de matrícula cuando sus sectarios enchufes le aposentaron en la burocracia europea de la Unión.
A Solbes no le ha echado ZP, ni mucho menos Rajoy o Pizarro. Se ha desmoronado del mismo modo que cayó hecho añicos el “muro de Berlín”, por estar construido para servir de contención a un régimen totalitario que ignoraba la condición de la naturaleza humana. El pueblo, bajo el aspecto de una modesta limpiadora, lo ha sacudido de su letargo y de un escobazo le ha barrido del Congreso. Nunca sirvió a España, sino a sus intereses y a los de quienes le mandaban, pidieran lo que pidiesen. Con González dejó el país financieramente tiritando, y en su última y detestable “misión”, lo ha situado al final de la cola del resto de países europeos. Claro, que de todo se sale, y, con optimismo la gente espera, hipotecada hasta las cejas, que alguien le suceda para arreglar sus desaguisados.
Los puntapiés pueden ser reales, como hicieron el caballo del General Pavía en su momento o el denostado “dieciocho de julio del treinta y seís”, o virtuales; algo así como si esta vez Internet le hubiera movido el sillón. De un modo u otro, se está viviendo el desmoronamiento del sistema al que con tanto provecho ha servido. Jordi Sevilla y Cesar A. Molina, son solamente “tochos” precursores, como él, del desmoronamiento general. Catalejo en mano es fácil distinguir el resquebrajamiento del sistema que se apoderó de la modélica y pacífica Transición emprendida por los españoles.
Desde el Monarca soportando sugerencias, humillaciones y “tuteos”, y rodeado de una familia que no parece sino que estuviera “liando el petate”, hasta el Presidente del Gobierno cuyo mayor afán se sitúa en abrir grietas entre los españoles además de dejar el Estado en lo que se llama, lisamente, la “ruina caracolera”, junto a la descomposición de instituciones capitales de la nación. Entre todos ofrecen el aspecto de una construcción de siglos que cruje por todas partes bajo su formato actual.
El “descanse en paz” de Solbes resulta llamativo, como si su desaparición significara que el seismo -o “sismo” que dicen los acostumbrados mexicanos-, estuviera ya encima y no necesitase más de pesimistas vaticinios. Lo que no está bien construido se suele derrumbar “solito”. Tal vez estos primeros en “ahuecar” resulten luego los más avispados, los que han percibido llegar el gran “tsunami”, como las reses y otros animales domésticos, que en el último y más sonado, sin ver ni oír, todavía, la aterradora ola, salieron corriendo hacia el interior en busca de niveles más altos y seguros que los del borde del mar para refugiarse.