La democracia intenta hacer efectivo el principio de igualdad entre ciudadanos. Esa igualdad es necesaria sobre todo entre la clase media. Es decir, las clases altas y dominantes y los estratos más bajos ya saben que son diferentes. No sólo diferentes entre sí, sino (y más importante) diferentes con respecto a la clase media.
La igualdad de la democracia consiste en proporcionar los medios a quienes se mueven en esa clase media para que no sean ni pobres ni ricos. Al ser esa franja la que contiene a la gran mayoría de la población, el sistema democrático acaba consistiendo en una política para medianizar.
El problema es que la diferencia aquella entre clases es solamente social y que entre clases subyace una igualdad radicalmente biológica. Esto produce que en los momentos en que la clase media es dominada por sus impulsos se muestra tan diversa como las clases dominantes.
Las diferencias, que siempre han existido, rebrotan con fuerza acumulada por la presión democrática hacia la igualdad. La represión de la diferencia contribuye a las expresiones de diversidad más radicales.
En esos momentos se demuestra que, para muchos de nosotros, la democracia ideal es la dictadura de nuestros afines.
Cuando se dan acontecimientos contrarios a la concepción que tenemos del sistema, nos preguntamos escandalizados: ¿es que en democracia cabe todo? Curiosamente, lo que nos indigna que esté contenido en la democracia es siempre lo que no beneficia al grupo en el que nos encontramos nosotros.
Quienes plantean consultas sobre la autodeterminación de Cataluña contemplan atónitos la manifestación de un grupo de “falangistas”, pensando que en una democracia moderna esto no pasaría. Lo mismo piensan los falangistas de ellos.
Todos invocan la Democracia para que les ampare, para que aplauda su opción y censure la del contrario, pero no encuentran una respuesta inteligible a sus ruegos. No quieren ver que no es esa su función, sino hacerles creer lo suficientemente libres y lo suficientemente vigilados.