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Ay la mar, los años y aquellas santas noches de terraza

Una forma distinta de veranear

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Aquello de comprar hace más de cuarenta años un apartamento en una esquina de Europa, La Antilla (Lepe), tuvo su razón de ser. Mi hermana Nati, más buena que un trocito de pan, ya había adquirido uno en la urbanización de nombre El Abanico, y con ella y sus cinco churumbeles iban mis padres que jubilados ya, habían dejado Melilla para ir junto a la “niña” a vivir en la “ciudad que se basta a sí misma”, Sevilla. Mi hermano Fernando, ay, se hizo con otro; y yo, para no ser menos me embarqué en la compra de uno.

Creo que esto lo pudimos hacer los tres hermanos porque estábamos casados con tres hijos únicos y no había problemas de cuñados y concuñados por medio, aunque lo cierto es que conseguimos, ya mayorcitos, vivir durante dos meses al año con mis padres y disfrutar de ellos.

Al personal veraneante de La Antilla le extrañaba que dos residentes de “la ciudad que todo lo acoge y todo lo silencia”, Málaga, recorriesen cerca de cuatrocientos kilómetros, dejando atrás la famosa Costa del Sol, para ir al “lugar donde el viento silba nácar”, pero en el fondo éramos buenos hijos que deseábamos estar en tiempo de vacaciones disfrutando de nuestros “viejos”.

No viene al caso ahora ponerse triste, pero los “viejos” se fueron y mi hermano con ellos, se vendieron los apartamentos aunque a la “pastora” le costaba demasiado deshacerse del nuestro que todavía poseemos y en el que un año escribí “Sílabas de marzo”, estimo que mi único poemario de cierto valor.

La existencia que gira y gira sin cesar nos va transformando de hijos en padres para pasar a abuelos, estadio de la vida en el que nos encontramos ahora mismo; y estamos decidiendo por achacosos y torpecillos no saltar este año del mediterráneo al atlántico y permanecer por aquí junto al Gran Vía, nuestra cómoda casa y nuestras cosas; dar alguna noche un salto por la ribera malacitana para degustar alguna “manolita” y poco más.

Y es que ya no está uno para subir por dunas, buscar caracolas, vivir a pie de playa la noche de las Perseidas y rebuscar furtivamente alguna coquina por las blancas orillas de la mar.

Ay la mar, los años y aquellas santas noches de terraza jugando al “bicho”, y de fondo mi santa madre, la señora Antonia.

Perdonen el “copo” de hoy, pero también tengo derecho a escribirme a mí mismo.

Una forma distinta de veranear

Ay la mar, los años y aquellas santas noches de terraza
José García Pérez
miércoles, 6 de julio de 2016, 07:54 h (CET)
Aquello de comprar hace más de cuarenta años un apartamento en una esquina de Europa, La Antilla (Lepe), tuvo su razón de ser. Mi hermana Nati, más buena que un trocito de pan, ya había adquirido uno en la urbanización de nombre El Abanico, y con ella y sus cinco churumbeles iban mis padres que jubilados ya, habían dejado Melilla para ir junto a la “niña” a vivir en la “ciudad que se basta a sí misma”, Sevilla. Mi hermano Fernando, ay, se hizo con otro; y yo, para no ser menos me embarqué en la compra de uno.

Creo que esto lo pudimos hacer los tres hermanos porque estábamos casados con tres hijos únicos y no había problemas de cuñados y concuñados por medio, aunque lo cierto es que conseguimos, ya mayorcitos, vivir durante dos meses al año con mis padres y disfrutar de ellos.

Al personal veraneante de La Antilla le extrañaba que dos residentes de “la ciudad que todo lo acoge y todo lo silencia”, Málaga, recorriesen cerca de cuatrocientos kilómetros, dejando atrás la famosa Costa del Sol, para ir al “lugar donde el viento silba nácar”, pero en el fondo éramos buenos hijos que deseábamos estar en tiempo de vacaciones disfrutando de nuestros “viejos”.

No viene al caso ahora ponerse triste, pero los “viejos” se fueron y mi hermano con ellos, se vendieron los apartamentos aunque a la “pastora” le costaba demasiado deshacerse del nuestro que todavía poseemos y en el que un año escribí “Sílabas de marzo”, estimo que mi único poemario de cierto valor.

La existencia que gira y gira sin cesar nos va transformando de hijos en padres para pasar a abuelos, estadio de la vida en el que nos encontramos ahora mismo; y estamos decidiendo por achacosos y torpecillos no saltar este año del mediterráneo al atlántico y permanecer por aquí junto al Gran Vía, nuestra cómoda casa y nuestras cosas; dar alguna noche un salto por la ribera malacitana para degustar alguna “manolita” y poco más.

Y es que ya no está uno para subir por dunas, buscar caracolas, vivir a pie de playa la noche de las Perseidas y rebuscar furtivamente alguna coquina por las blancas orillas de la mar.

Ay la mar, los años y aquellas santas noches de terraza jugando al “bicho”, y de fondo mi santa madre, la señora Antonia.

Perdonen el “copo” de hoy, pero también tengo derecho a escribirme a mí mismo.

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