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Ni ellos ni nosotros tendremos mayor problema en bifurcar nuestros destinos tras su anhelada disociación

Independence day

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El pasado viernes día 24 de junio, el censo electoral del Reino Unido votó, por un corto margen es cierto, salir de la Unión. Eso se veía venir, porque aunque no fuesen demasiado conscientes de ello los británicos llevaban años lucubrando con esa posibilidad, si bien hasta hace apenas dos semanas sus pretensiones no comenzaron a mostrar visos de poder hacerse realidad. Por suerte, ni ellos ni nosotros tendremos mayor problema en bifurcar nuestros destinos tras su anhelada disociación. Ni la moneda de curso legal, que bien podría implicar un cierto trastorno si fuese la misma en nuestras economías, es siquiera un aspecto de la separación que pudiéramos apuntar en el debe de la operación, siempre que ese fuese nuestro propósito.

Intuyo que puede no suceder lo mismo entre el Reino Unido y España, donde el problema de la titularidad de Gibraltar colea desde hace ya más de tres siglos con la firma del Tratado de Utrecht en 1713, y que por el solo hecho de encontrarse ambos del mismo lado en Europa no resultaba nada elegante estar insistiendo continuamente acerca del tema. Pero como la camaradería y el buen talante que pudiese existir entre ambos países, probablemente se habrá esfumado con la espantada de la pérfida Albión, yo no pondría la mano en el fuego de que cualquier político español con ciertas ínfulas se aventurase a querer recuperar esa roca a costa de lo que sea.

Deseo fervientemente que no sea así. Que las recíprocas buenas formas que se han guardado entre sí dos de las monarquías más antiguas de Europa, continúen como hasta ahora, es decir, ignorándose la una a la otra, ciertamente, pero dentro de un clima de no intromisión en los asuntos del otro. Lo contrario, además de una temeridad con algún que otro precedente durante la dictadura franquista, resultaría del todo desacertado para los cientos de trabajadores españoles que cruzan la frontera a diario con el único y noble fin de incorporarse a su trabajo en territorio británico. Y que los gibraltareños, tampoco quieren ni oír hablar de ser españoles.

Independence day

Ni ellos ni nosotros tendremos mayor problema en bifurcar nuestros destinos tras su anhelada disociación
Francisco J. Caparrós
martes, 5 de julio de 2016, 01:04 h (CET)
El pasado viernes día 24 de junio, el censo electoral del Reino Unido votó, por un corto margen es cierto, salir de la Unión. Eso se veía venir, porque aunque no fuesen demasiado conscientes de ello los británicos llevaban años lucubrando con esa posibilidad, si bien hasta hace apenas dos semanas sus pretensiones no comenzaron a mostrar visos de poder hacerse realidad. Por suerte, ni ellos ni nosotros tendremos mayor problema en bifurcar nuestros destinos tras su anhelada disociación. Ni la moneda de curso legal, que bien podría implicar un cierto trastorno si fuese la misma en nuestras economías, es siquiera un aspecto de la separación que pudiéramos apuntar en el debe de la operación, siempre que ese fuese nuestro propósito.

Intuyo que puede no suceder lo mismo entre el Reino Unido y España, donde el problema de la titularidad de Gibraltar colea desde hace ya más de tres siglos con la firma del Tratado de Utrecht en 1713, y que por el solo hecho de encontrarse ambos del mismo lado en Europa no resultaba nada elegante estar insistiendo continuamente acerca del tema. Pero como la camaradería y el buen talante que pudiese existir entre ambos países, probablemente se habrá esfumado con la espantada de la pérfida Albión, yo no pondría la mano en el fuego de que cualquier político español con ciertas ínfulas se aventurase a querer recuperar esa roca a costa de lo que sea.

Deseo fervientemente que no sea así. Que las recíprocas buenas formas que se han guardado entre sí dos de las monarquías más antiguas de Europa, continúen como hasta ahora, es decir, ignorándose la una a la otra, ciertamente, pero dentro de un clima de no intromisión en los asuntos del otro. Lo contrario, además de una temeridad con algún que otro precedente durante la dictadura franquista, resultaría del todo desacertado para los cientos de trabajadores españoles que cruzan la frontera a diario con el único y noble fin de incorporarse a su trabajo en territorio británico. Y que los gibraltareños, tampoco quieren ni oír hablar de ser españoles.

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