Tardamos en asimilar lo inevitable, especialmente cuando el hilo de sucesos que lo desencadenan tiene el grosor y la consistencia de un pelo de mosca. Para aligerar el golpe creamos placebos o tiramos de la remesa de estoicos muertos hace 20 siglos. En el caso que nos ocupa, la gente optó directamente por negarse a considerar los síntomas, por mucho que éstos fueran acumulándose sobre la actualidad: Desde las correcciones in extremis desde torre de control de los vuelos desde el continente con destino Heathrow, a la extraña sucesión de auroras boreales en el cielo de las Highlands, pasando por los espectaculares seísmos en la línea fronteriza con Eire, los minutos de retraso que iba acumulando el Big-Ben o el inusual periodo abstemio de su Majestad la Reina. Incluso miraban hacia otra parte ante el fenómeno más inexplicable: los dos remos descomunales que surgidos desde este y oeste (Sunderland y Londonderry), alejaban lentamente a toda la isla hacia latitudes más intransigentes, acaso hacia aquel imperio que aún dormitaba en el cerebro de algún viejo recolector de hortalizas. De poco o nada servían las quejas del resto de la tripulación.
Los usuarios del túnel que unía Calais con Dover, entretanto, aprendieron a frenar a tiempo cuando éste se interrumpía abruptamente en algún punto indeterminado bajo el Mar del Norte.