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Óscar Arce Ruiz

La verdad es mentira

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El ser humano se caracteriza entre otras cosas por su extendida aspiración de explicarse todo cuanto le rodea. Desde los fenómenos naturales hasta los sucesos más diminutos y personales. Todo siempre se desarrolla por alguna razón y el apacible humano está siempre decidido a encontrarla.

De esa manera, cuando en algún momento alguien avistó la figura de un relámpago, la relación que éste guarda con el trueno y el efecto que provoca en su mundo conocido, también quiso encontrar la parte de verdad que unen esos puntos.

En primer lugar, acaso de manera intuitiva, aquel primer individuo relacionó causalmente los sucesos dotándolos de una continuidad en el espacio y en el tiempo.

Una vez la secuencia era clara, sus ansias descubridoras le impulsaron a extender la cadena de sucesos por el único extremo por el que podía hacerse. Al acabar con la destrucción visible en la tierra, se decidió a alargar la sucesión por el principio, retrocediendo en el tiempo hasta el momento primero en que se desencadena todo el proceso.

Y entonces descubrió que un ser superior, fundador de una ciudad cercana, utilizó el relámpago como signo de su fuerza en una batalla perdida en la noche de los tiempos. Unió el estruendo de su voz al sonido estremecedor del trueno y su poder a la potencia destructiva de la tormenta eléctrica.

Esa justificación tomó tanta fuerza que con los años se convirtió en la causa única de la tormenta, llegando incluso a dar pistas sobre la manera de detenerla o de descifrar qué significado tenía tal demostración de poder de la divinidad en el momento concreto en que aparecía.

Entonces la sucesión temporal quedaba de la siguiente manera: 1. en un tiempo primordial un ser sobrehumano realiza un acto que tiene como producto la manifestación de la tormenta eléctrica; 2. por alguna razón se repiten las circunstancias que llevaron a aquél a manifestarse de tal forma; 3. se da efectivamente la tormenta con aparición de los elementos que se identifican con la deidad; 4. se emprenden las acciones pertinentes o se interpreta el hecho de acuerdo con el desarrollo de la historia.

Lo realmente atractivo de esta última secuenciación es que de todos sus pasos solamente el tercero es ajeno a la acción del hombre. Todo lo demás construye una estructura de protección alrededor del hecho terroríficamente natural, un soporte que sirve de apoyo ante lo inexplicable.

El esquema anterior puede aplicarse a las explicaciones míticas pero también a las científicas y, por supuesto, también a las que atañen a la experiencia personal. Y en todas ellas es algo fundamental que la interpretación está ligada íntimamente al hecho en sí, hasta tal punto que lo que pasa fuera de uno no tiene sentido si no es a la sombra de la interpretación racional que uno mismo construye.

Por eso es prudente desconfiar de quien dice conocer la verdad de las cosas tal y como son, incluso cuando es uno mismo.

La verdad es mentira

Óscar Arce Ruiz
Óscar Arce
sábado, 29 de agosto de 2009, 08:29 h (CET)
El ser humano se caracteriza entre otras cosas por su extendida aspiración de explicarse todo cuanto le rodea. Desde los fenómenos naturales hasta los sucesos más diminutos y personales. Todo siempre se desarrolla por alguna razón y el apacible humano está siempre decidido a encontrarla.

De esa manera, cuando en algún momento alguien avistó la figura de un relámpago, la relación que éste guarda con el trueno y el efecto que provoca en su mundo conocido, también quiso encontrar la parte de verdad que unen esos puntos.

En primer lugar, acaso de manera intuitiva, aquel primer individuo relacionó causalmente los sucesos dotándolos de una continuidad en el espacio y en el tiempo.

Una vez la secuencia era clara, sus ansias descubridoras le impulsaron a extender la cadena de sucesos por el único extremo por el que podía hacerse. Al acabar con la destrucción visible en la tierra, se decidió a alargar la sucesión por el principio, retrocediendo en el tiempo hasta el momento primero en que se desencadena todo el proceso.

Y entonces descubrió que un ser superior, fundador de una ciudad cercana, utilizó el relámpago como signo de su fuerza en una batalla perdida en la noche de los tiempos. Unió el estruendo de su voz al sonido estremecedor del trueno y su poder a la potencia destructiva de la tormenta eléctrica.

Esa justificación tomó tanta fuerza que con los años se convirtió en la causa única de la tormenta, llegando incluso a dar pistas sobre la manera de detenerla o de descifrar qué significado tenía tal demostración de poder de la divinidad en el momento concreto en que aparecía.

Entonces la sucesión temporal quedaba de la siguiente manera: 1. en un tiempo primordial un ser sobrehumano realiza un acto que tiene como producto la manifestación de la tormenta eléctrica; 2. por alguna razón se repiten las circunstancias que llevaron a aquél a manifestarse de tal forma; 3. se da efectivamente la tormenta con aparición de los elementos que se identifican con la deidad; 4. se emprenden las acciones pertinentes o se interpreta el hecho de acuerdo con el desarrollo de la historia.

Lo realmente atractivo de esta última secuenciación es que de todos sus pasos solamente el tercero es ajeno a la acción del hombre. Todo lo demás construye una estructura de protección alrededor del hecho terroríficamente natural, un soporte que sirve de apoyo ante lo inexplicable.

El esquema anterior puede aplicarse a las explicaciones míticas pero también a las científicas y, por supuesto, también a las que atañen a la experiencia personal. Y en todas ellas es algo fundamental que la interpretación está ligada íntimamente al hecho en sí, hasta tal punto que lo que pasa fuera de uno no tiene sentido si no es a la sombra de la interpretación racional que uno mismo construye.

Por eso es prudente desconfiar de quien dice conocer la verdad de las cosas tal y como son, incluso cuando es uno mismo.

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