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Mariano Rajoy Brey es como un niño. O dicho de otra forma, un adulto que nunca quiso hacerse mayor

Et in Arcadia ego

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La niña de Rajoy, que por cierto ya no tiene que ser tan niña, ha pasado a un segundo plano de la actualidad. Ya sólo la mencionan en sus artículos o crónicas – como hago ahora yo- quienes no encuentran nada donoso ni mínimamente significativo en el devenir de la campaña electoral de los populares. Y es que la posición de don Mariano no ha cambiado ni un ápice en estos seis meses últimos de tiras y aflojas con los demás cabezas de serie. Enrocado como está en el austericismo más contumaz desde hace ya cuatro años, confía en que sus adláteres se rompan la cara por él como han hecho siempre. Así, con ese talante impertérrito quiero decir, no es raro que todavía no haya prendido; en su lugar, de muchos otros menos providenciales no quedaría otra cosa más que cenizas.

Mira que si es verdad que el apóstol Santiago cuida del presidente del gobierno español en funciones, y le asiste además en los peores momentos, porque si es así sus adversarios no tienen nada que hacer si lo único que pretenden es descabalgarle de su montura. En eso, precisamente, Mariano Rajoy me recuerda a un jinete trabado a su cabalgadura, que por mucho que brinque y se retuerza el rocín resulta prácticamente imposible que dé con sus huesos en el empedrado. Por los resultados de las recientes encuestas, que revelan un repunte en la intención de voto a favor de los populares, bien puede ser como digo. En cualquier caso, yo no pondría la mano en el fuego por defender lo contrario.

Mariano Rajoy Brey es como un niño. O dicho de otra forma, un adulto que nunca quiso hacerse mayor. Una cualidad que, francamente, no me desagradaría si no fuese por su miedo a descubrir qué hay más allá de hasta dónde llega una percepción nada indómita. Su mundo, que es lo mismo que decir su realidad, se circunscribe a todo aquello que le rodea, y que aun así no pone en ningún caso en peligro su integridad. Sus adláteres, con una vocación de servicio envidiable, se ocupan de preservar ese entorno, en el que se encuentra tan bien que sería capaz de enfrentarse a quien fuese. Lástima que, además de eso, valga para enturbiar la mirada con la que observa la verdadera realidad de las cosas.

Et in Arcadia ego

Mariano Rajoy Brey es como un niño. O dicho de otra forma, un adulto que nunca quiso hacerse mayor
Francisco J. Caparrós
martes, 21 de junio de 2016, 01:04 h (CET)
La niña de Rajoy, que por cierto ya no tiene que ser tan niña, ha pasado a un segundo plano de la actualidad. Ya sólo la mencionan en sus artículos o crónicas – como hago ahora yo- quienes no encuentran nada donoso ni mínimamente significativo en el devenir de la campaña electoral de los populares. Y es que la posición de don Mariano no ha cambiado ni un ápice en estos seis meses últimos de tiras y aflojas con los demás cabezas de serie. Enrocado como está en el austericismo más contumaz desde hace ya cuatro años, confía en que sus adláteres se rompan la cara por él como han hecho siempre. Así, con ese talante impertérrito quiero decir, no es raro que todavía no haya prendido; en su lugar, de muchos otros menos providenciales no quedaría otra cosa más que cenizas.

Mira que si es verdad que el apóstol Santiago cuida del presidente del gobierno español en funciones, y le asiste además en los peores momentos, porque si es así sus adversarios no tienen nada que hacer si lo único que pretenden es descabalgarle de su montura. En eso, precisamente, Mariano Rajoy me recuerda a un jinete trabado a su cabalgadura, que por mucho que brinque y se retuerza el rocín resulta prácticamente imposible que dé con sus huesos en el empedrado. Por los resultados de las recientes encuestas, que revelan un repunte en la intención de voto a favor de los populares, bien puede ser como digo. En cualquier caso, yo no pondría la mano en el fuego por defender lo contrario.

Mariano Rajoy Brey es como un niño. O dicho de otra forma, un adulto que nunca quiso hacerse mayor. Una cualidad que, francamente, no me desagradaría si no fuese por su miedo a descubrir qué hay más allá de hasta dónde llega una percepción nada indómita. Su mundo, que es lo mismo que decir su realidad, se circunscribe a todo aquello que le rodea, y que aun así no pone en ningún caso en peligro su integridad. Sus adláteres, con una vocación de servicio envidiable, se ocupan de preservar ese entorno, en el que se encuentra tan bien que sería capaz de enfrentarse a quien fuese. Lástima que, además de eso, valga para enturbiar la mirada con la que observa la verdadera realidad de las cosas.

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