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La identidad en internet no es más que un avatar construido a medida, mediante el cual poder estar informado e informar de lo que deseamos proyectar a los demás

Las galerías del ego

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El polifacético artista francés Jean Cocteau señalaba con irónico ingenio que “los espejos, antes de darnos la imagen que reproducen, deberían reflexionar un poco”. La cultura de los ídolos ha irrumpido con fuerza en las redes sociales, construyendo a su paso infinidad de altares a los que peregrinan miles de navegantes a diario. ¡Acérquense a la galería de los espejos y vean la deformidad de la voluntad reflejada en la aparente normalidad! Como si de una venganza al mundo real se tratase, hemos creado mundos mejores en los que poder ser lo que deseamos. La necesidad de compartir los éxitos como combustible poco eficiente de la autoestima, hace insostenible el deseo de mantener nuestro estatus en la cresta de la ola. Igual que el Hidalgo de El Lazarillo, que se echaba las pocas migas que tenía para comer sobre las solapas con la intención de hacer creer a la gente que vivía en la opulencia, muchos prefieren fotografiar la comida a comer, grabar y transmitir que vivir la experiencia. Sin embargo, a medida que aumenta la distancia entre la vida real (oculta a los demás) y la expuesta a la galería, aumenta proporcionalmente la frustración.

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El refuerzo emocional que supone la continua aceptación de nuestras palabras y acciones genera dependencia a gran parte de los usuarios, contribuyendo a hacer de cualquier acto liviano algo extraordinario; perdiendo esta palabra su valor. La genialidad y el éxito de las redes sociales estriban principalmente en dar la posibilidad a sus usuarios de exponer una vida y no tener que demostrarla. La identidad en internet no es más que un avatar construido a medida, mediante el cual poder estar informado e informar de lo que deseamos proyectar a los demás. Es la recreación virtual del tradicional teatro de sombras, en el que el público ve figuras maravillosas y en realidad son poses cuidadas expuestas a un solo foco de luz.

La compleja distinción entre lo público y lo privado se ha vuelto, si cabe, más confusa debido al funcionamiento de las redes sociales y las opciones de privacidad de los perfiles. El objetivo de una red social es ponerse en contacto con otras personas y tener un foro abierto en el que poder relacionarse en grupo. Sin embargo, al aumentar el número de contactos surgen inevitablemente distintos niveles de confianza, usando para los mensajes sensibles el chat privado y quedando el muro reservado para contenidos baladíes que no pongan en peligro la reputación del usuario. Al fin y al cabo, atendiendo a lógica de protección social, las redes funcionan como instrumentos de difusión selectiva igual que sucede en entornos reales (físicos); con la gran diferencia de poder eliminar / modificar contenidos y bloquear a usuarios con los que no queremos tener relación. La “insociable sociabilidad” del ser humano reflejada en otra artificiosa invención para estar comunicados, pero no juntos. Afortunadamente, no todo el mundo usa de este modo las redes sociales, pero es innegable que para un porcentaje significativo de la población mundial que las usa suponen una fuente de agravio comparativo. El deseo natural de sentirse incluido dentro de un grupo nos lleva a seguir tendencias y patrones de comportamiento aceptados por nuestro entorno, intentando parecernos a los demás en las características que mayor popularidad aportan. No obstante, la definición pública de la personalidad supone un factor de riesgo que encasilla al usuario en perfiles políticos, religiosos, etc, convirtiéndose en una declaración pública de intenciones que incluye y excluye de subgrupos sociales.

Otra característica del uso habitual de las redes sociales es la desinhibición emocional. El hecho de no estar cara a cara con los interlocutores y ser emisor de mensajes que llegan en masa a un gran número de receptores, nos hace perder la noción del alcance de estos. Muchos usuarios desvelan sus inquietudes y preocupaciones como si las redes fueran un confesionario o la consulta de su psicólogo, utilizándolas como foro de acompañamiento espiritual o terapia grupal. Otros vierten sus frustraciones y odios laborales sin tener en cuenta que toda información publicada puede ser compartida y copiada infinitas veces hasta llegar a sus superiores a través de terceros. A pesar de utilizar avatares para comunicarnos con los demás, las emociones son difícilmente ocultables, motivo por el cual un usuario va proporcionando información valiosa (escrita y audiovisual) de sus preferencias. Un majestuoso baile de máscaras en el que las emociones se magnifican y las reacciones de defensa de la imagen pública se amplifican.

Por último, sería interesante reparar en los problemas más frecuentes derivados de la continua comunicación por escrito: la falta de entonación de la escritura, la simplificación de las emociones a partir de emoticonos y los malentendidos. La descontextualización, la mala contextualización y la aplicación errónea de la entonación original del mensaje en la lectura conducen a un flujo constante de conflictos que se saldan con centenas de denuncias anualmente. A esto debemos añadirle la no coincidencia de la imagen pública que pretende proyectar el usuario a su entorno virtual y la que realmente tiene; así como el rol que desempeña cada usuario en la acción que muestra en su galería. Cuando todos quieren ser protagonistas de la escena no hay nadie que observe el escenario y, velis nolis, como decía Lin Yutang “hay dos maneras de difundir la luz... ser la lámpara que la emite, o el espejo que la refleja”. La felicidad no es un estado, es un intervalo extraordinario entre momentos ordinarios, por más que queramos sacarle brillo a los trofeos de la vitrina.

Las galerías del ego

La identidad en internet no es más que un avatar construido a medida, mediante el cual poder estar informado e informar de lo que deseamos proyectar a los demás
Jesús Portillo Fernández
lunes, 13 de junio de 2016, 08:24 h (CET)
El polifacético artista francés Jean Cocteau señalaba con irónico ingenio que “los espejos, antes de darnos la imagen que reproducen, deberían reflexionar un poco”. La cultura de los ídolos ha irrumpido con fuerza en las redes sociales, construyendo a su paso infinidad de altares a los que peregrinan miles de navegantes a diario. ¡Acérquense a la galería de los espejos y vean la deformidad de la voluntad reflejada en la aparente normalidad! Como si de una venganza al mundo real se tratase, hemos creado mundos mejores en los que poder ser lo que deseamos. La necesidad de compartir los éxitos como combustible poco eficiente de la autoestima, hace insostenible el deseo de mantener nuestro estatus en la cresta de la ola. Igual que el Hidalgo de El Lazarillo, que se echaba las pocas migas que tenía para comer sobre las solapas con la intención de hacer creer a la gente que vivía en la opulencia, muchos prefieren fotografiar la comida a comer, grabar y transmitir que vivir la experiencia. Sin embargo, a medida que aumenta la distancia entre la vida real (oculta a los demás) y la expuesta a la galería, aumenta proporcionalmente la frustración.

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El refuerzo emocional que supone la continua aceptación de nuestras palabras y acciones genera dependencia a gran parte de los usuarios, contribuyendo a hacer de cualquier acto liviano algo extraordinario; perdiendo esta palabra su valor. La genialidad y el éxito de las redes sociales estriban principalmente en dar la posibilidad a sus usuarios de exponer una vida y no tener que demostrarla. La identidad en internet no es más que un avatar construido a medida, mediante el cual poder estar informado e informar de lo que deseamos proyectar a los demás. Es la recreación virtual del tradicional teatro de sombras, en el que el público ve figuras maravillosas y en realidad son poses cuidadas expuestas a un solo foco de luz.

La compleja distinción entre lo público y lo privado se ha vuelto, si cabe, más confusa debido al funcionamiento de las redes sociales y las opciones de privacidad de los perfiles. El objetivo de una red social es ponerse en contacto con otras personas y tener un foro abierto en el que poder relacionarse en grupo. Sin embargo, al aumentar el número de contactos surgen inevitablemente distintos niveles de confianza, usando para los mensajes sensibles el chat privado y quedando el muro reservado para contenidos baladíes que no pongan en peligro la reputación del usuario. Al fin y al cabo, atendiendo a lógica de protección social, las redes funcionan como instrumentos de difusión selectiva igual que sucede en entornos reales (físicos); con la gran diferencia de poder eliminar / modificar contenidos y bloquear a usuarios con los que no queremos tener relación. La “insociable sociabilidad” del ser humano reflejada en otra artificiosa invención para estar comunicados, pero no juntos. Afortunadamente, no todo el mundo usa de este modo las redes sociales, pero es innegable que para un porcentaje significativo de la población mundial que las usa suponen una fuente de agravio comparativo. El deseo natural de sentirse incluido dentro de un grupo nos lleva a seguir tendencias y patrones de comportamiento aceptados por nuestro entorno, intentando parecernos a los demás en las características que mayor popularidad aportan. No obstante, la definición pública de la personalidad supone un factor de riesgo que encasilla al usuario en perfiles políticos, religiosos, etc, convirtiéndose en una declaración pública de intenciones que incluye y excluye de subgrupos sociales.

Otra característica del uso habitual de las redes sociales es la desinhibición emocional. El hecho de no estar cara a cara con los interlocutores y ser emisor de mensajes que llegan en masa a un gran número de receptores, nos hace perder la noción del alcance de estos. Muchos usuarios desvelan sus inquietudes y preocupaciones como si las redes fueran un confesionario o la consulta de su psicólogo, utilizándolas como foro de acompañamiento espiritual o terapia grupal. Otros vierten sus frustraciones y odios laborales sin tener en cuenta que toda información publicada puede ser compartida y copiada infinitas veces hasta llegar a sus superiores a través de terceros. A pesar de utilizar avatares para comunicarnos con los demás, las emociones son difícilmente ocultables, motivo por el cual un usuario va proporcionando información valiosa (escrita y audiovisual) de sus preferencias. Un majestuoso baile de máscaras en el que las emociones se magnifican y las reacciones de defensa de la imagen pública se amplifican.

Por último, sería interesante reparar en los problemas más frecuentes derivados de la continua comunicación por escrito: la falta de entonación de la escritura, la simplificación de las emociones a partir de emoticonos y los malentendidos. La descontextualización, la mala contextualización y la aplicación errónea de la entonación original del mensaje en la lectura conducen a un flujo constante de conflictos que se saldan con centenas de denuncias anualmente. A esto debemos añadirle la no coincidencia de la imagen pública que pretende proyectar el usuario a su entorno virtual y la que realmente tiene; así como el rol que desempeña cada usuario en la acción que muestra en su galería. Cuando todos quieren ser protagonistas de la escena no hay nadie que observe el escenario y, velis nolis, como decía Lin Yutang “hay dos maneras de difundir la luz... ser la lámpara que la emite, o el espejo que la refleja”. La felicidad no es un estado, es un intervalo extraordinario entre momentos ordinarios, por más que queramos sacarle brillo a los trofeos de la vitrina.

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