El miércoles pasado murió María del Carmen Bousada, la mujer que se sometió a un tratamiento de fertilidad para, con sesenta y seis años de edad, dar a luz a dos niños.
Cuando decidió comenzar el proceso, ocultando su verdadera edad para poder acceder al tratamiento, seguramente María del Carmen tuvo en cuenta variables tan diversas como su edad en el momento de dar a luz, su edad en relación a la edad de sus hijos y las consecuencias que todo ello tendría para la vida de los tres. Seguramente también engranó esas variables con la ayuda de una aritmética que le facilitaba un resultado positivo en la operación.
El caso es que las reglas que regían su lógica eran (cómo no) poco objetivas. Más bien, eran absolutamente subjetivas. Su ilusión por ser madre impidió que tomase su edad como un dato a tener en cuenta y creyó que por encima de su tiempo vivido cabía considerar el tiempo que le quedaba por vivir.
Su madre murió a los ciento un años, y solamente tuvo que restar a esa cifra los sesenta y seis que ya había soportado su propio cuerpo. Pero no contó con que su tiempo se agotaría unos dos años después de dar a luz, y que dejaría a dos huérfanos de esa edad.
Muchas veces escucharía que con la edad el riesgo de morir crece progresivamente. Si pese a todo decidió llevar a cabo el proceso es porque se creía capaz de superar ese riesgo con éxito y sobreponerse a las leyes ordinarias de la vida.
Es decir, su error (un error típicamente humano) fue no ser consciente de sus propios límites. Normalmente uno sabe que no puede levantar un peso cuando efectivamente no puede alzar un cuerpo pesado. Antes de intentarlo quizás puede llegar a intuir su fracaso, pero no sabe que no puede hacerlo.
Seguramente a María del Carmen también le acecharía la duda en alguna ocasión, pero no supo que no podría criar a sus hijos hasta que soltó el aire por última vez.
No pudo ver lo que desde fuera parecía tan evidente, como el gorrión del poema de Corredor-Matheos.