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Los debates políticos con niños, ejemplo de manipulación mediática

Enanos y pitufos

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Habrá sin duda quien disfrute y se sonría escuchando a los niños repipis de Ana Rosa Quintana cuando hacen preguntas capciosas a los líderes políticos.

A mí, como quizá a bastantes de ustedes, me produce sólo una sensación cercana a la repugnancia. Y no por los niños, ciertamente; sino por lo que supone de manipulación de unas personalidades en plena formación, que deberían estar aprendiendo a tocar el violín, a montar a caballo, a resolver ecuaciones, a adquirir el hábito de la lectura, a ir en bicicleta… cualquier cosa que contribuya a que en un futuro sean hombre y mujeres con criterio, dotados de experiencia, cultura, costumbres sanas, respeto a la Naturaleza; cualquier cosa antes que convertirse en las marionetas de carne y hueso de unos guionistas que los hagan hablar sobre la reforma fiscal, el probable “sorpasso” de Podemos al PSOE, de las pretensiones nacionalistas, la amenaza yihadista y, en fin, de cuestiones que en absoluto corresponden a su edad ni al grado de madurez de su cerebro.

A mí todo esto me recuerda a esos concursos a los que tan aficionados son al otro lado del charco, en los que a los niños se los disfraza de Elvis o Michael Jackson y a las niñas de Madona o Sakira, para que jueguen a ser adultos en el escenario y satisfagan a un público ávido de sensaciones nuevas… y quizá también algo morbosas. Hay algo muy patético en esos niños; los convierten en payasos a la fuerza. Y los payasos son tristes.

Todo lo que parece espontáneo en esos programas, no lo es.

Primero se ha hecho un “casting” y se ha elegido a unos niños que deben reunir determinadas características físicas: en España, pelo oscuro, que es el que predomina en nuestra población, con la inclusión de alguna chica rubia o algún chavalito pelirrojo que queda como muy gracioso (puede darse también un toque exótico, si añaden algún negrito africano, por aquello del “cupo de integración de minorías”) Es difícil que vean cejijuntos y obesos (quizá algún gordito de ojos azules, que queda también muy gracioso) Por otro lado, han medido su nivel de inteligencia, que debe superar a la media; ya que se trata de que los niños asuman un carácter –es decir, que se conviertan en impostores- y no de que repitan sus papeles como papagayos. Por supuesto a los críos la idea de salir en la tele les divierte muchísimo; los convierte en estrellas fugaces delante de sus compañeros de colegio. Unos lo superarán con el tiempo y otros quedarán atrapados en el oropel de los focos y las cámaras; sin darse cuenta (criaturas) de que para la “cajatonta” son material fungible. Creo que eso es lo que le pasó al “pequeño Nicolás”, que era un niño despierto para su edad y simpático, cuando una cámara y un micrófono se atravesaron en su camino: ya no pudo despegarse del narcisismo que produce sentirse reconocido por la calle (aunque, a la larga, sea una experiencia insufrible) Hoy es un juguete roto.

Me pregunto por qué la Ley exige que las caras de los niños salgan pixeladas en las imágenes que se emiten o publican y, sin embargo, se cruce de brazos ante el numerito del político que acude a ser “entrevistado”, a una clase montada sobre un plató de televisión, por un grupo de niños y niñas de 8 o 9 años. Es probable que cuando haya pasta por medio (los padres abrirán sin duda una cartilla a su nombre) la edad de los manipulados sea lo de menos.

Porque de manipulación va la cosa: la de intentar conmovernos a través de un producto televisivo que pretende ser tierno y entrañable; y la de unos niños a los que han travestido de adultos para mayor gloria de los índices de audiencia y (en este caso) de la inefable Ana Rosa Quintana.

Todo, a la postre, una patraña.

Enanos y pitufos

Los debates políticos con niños, ejemplo de manipulación mediática
Luis del Palacio
jueves, 9 de junio de 2016, 08:43 h (CET)
Habrá sin duda quien disfrute y se sonría escuchando a los niños repipis de Ana Rosa Quintana cuando hacen preguntas capciosas a los líderes políticos.

A mí, como quizá a bastantes de ustedes, me produce sólo una sensación cercana a la repugnancia. Y no por los niños, ciertamente; sino por lo que supone de manipulación de unas personalidades en plena formación, que deberían estar aprendiendo a tocar el violín, a montar a caballo, a resolver ecuaciones, a adquirir el hábito de la lectura, a ir en bicicleta… cualquier cosa que contribuya a que en un futuro sean hombre y mujeres con criterio, dotados de experiencia, cultura, costumbres sanas, respeto a la Naturaleza; cualquier cosa antes que convertirse en las marionetas de carne y hueso de unos guionistas que los hagan hablar sobre la reforma fiscal, el probable “sorpasso” de Podemos al PSOE, de las pretensiones nacionalistas, la amenaza yihadista y, en fin, de cuestiones que en absoluto corresponden a su edad ni al grado de madurez de su cerebro.

A mí todo esto me recuerda a esos concursos a los que tan aficionados son al otro lado del charco, en los que a los niños se los disfraza de Elvis o Michael Jackson y a las niñas de Madona o Sakira, para que jueguen a ser adultos en el escenario y satisfagan a un público ávido de sensaciones nuevas… y quizá también algo morbosas. Hay algo muy patético en esos niños; los convierten en payasos a la fuerza. Y los payasos son tristes.

Todo lo que parece espontáneo en esos programas, no lo es.

Primero se ha hecho un “casting” y se ha elegido a unos niños que deben reunir determinadas características físicas: en España, pelo oscuro, que es el que predomina en nuestra población, con la inclusión de alguna chica rubia o algún chavalito pelirrojo que queda como muy gracioso (puede darse también un toque exótico, si añaden algún negrito africano, por aquello del “cupo de integración de minorías”) Es difícil que vean cejijuntos y obesos (quizá algún gordito de ojos azules, que queda también muy gracioso) Por otro lado, han medido su nivel de inteligencia, que debe superar a la media; ya que se trata de que los niños asuman un carácter –es decir, que se conviertan en impostores- y no de que repitan sus papeles como papagayos. Por supuesto a los críos la idea de salir en la tele les divierte muchísimo; los convierte en estrellas fugaces delante de sus compañeros de colegio. Unos lo superarán con el tiempo y otros quedarán atrapados en el oropel de los focos y las cámaras; sin darse cuenta (criaturas) de que para la “cajatonta” son material fungible. Creo que eso es lo que le pasó al “pequeño Nicolás”, que era un niño despierto para su edad y simpático, cuando una cámara y un micrófono se atravesaron en su camino: ya no pudo despegarse del narcisismo que produce sentirse reconocido por la calle (aunque, a la larga, sea una experiencia insufrible) Hoy es un juguete roto.

Me pregunto por qué la Ley exige que las caras de los niños salgan pixeladas en las imágenes que se emiten o publican y, sin embargo, se cruce de brazos ante el numerito del político que acude a ser “entrevistado”, a una clase montada sobre un plató de televisión, por un grupo de niños y niñas de 8 o 9 años. Es probable que cuando haya pasta por medio (los padres abrirán sin duda una cartilla a su nombre) la edad de los manipulados sea lo de menos.

Porque de manipulación va la cosa: la de intentar conmovernos a través de un producto televisivo que pretende ser tierno y entrañable; y la de unos niños a los que han travestido de adultos para mayor gloria de los índices de audiencia y (en este caso) de la inefable Ana Rosa Quintana.

Todo, a la postre, una patraña.

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Me he criado en una familia religiosa, sin llegar a ser beata, que ha vivido muy de cerca la festividad del Jueves Santo desde siempre. Mis padres se casaron en Santo Domingo, hemos vivido en el pasillo del mismo nombre, pusimos nuestro matrimonio a los pies de la Virgen de la Esperanza, de la que soy hermano, y he llevado su trono durante 25 años.

 
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