La herencia de las tácticas de antiterrorismo de la administración Bush no puede ser barrida en una ola de retórica buenista sobre pasar página, ni desaparecerá progresivamente si aplicamos la sabiduría espiritual del Presidente Barack Obama de que éste debería ser un momento de "reflexión, no de retribución."
La revelación de que el director de la CIA Leon Panetta tumbó un programa secreto destinado presuntamente a asesinar líderes relevantes de Al Qaeda, y de que informó rápidamente al Congreso de su existencia, no sorprende. Viene siendo un objetivo presidencial desde hace tiempo decapitar a la red terrorista. A pesar de las reclamaciones Republicanas en torno a que el Presidente Bill Clinton abordó flexiblemente el terrorismo sólo como un problema de orden público, él había tomado medidas para autorizar lo que se reducía a una ejecución sobre el terreno de Osama bin Laden, según la Comisión del 11 de Septiembre.
El riesgo no reside en lo que Congreso y opinión pública saben ya de los planes clandestinos del Presidente George W. Bush, sino en lo que no sabemos. Que el Vicepresidente Dick Cheney estuviera profundamente implicado, y el que pudiera haber estado detrás del extraordinario nivel de secretismo aplicado al programa, agrava la inquietud.
En apenas unos días, se han encendido otras alarmas.
El fiscal general Eric Holder ha venido obstinada, y correctamente, siguiendo pistas de investigación en el uso de torturas a detenidos. Holder podría imputar a algunos que sobrepasaron hasta las directrices llamativamente permisivas y casi seguro ilegales inventadas por la administración Bush a modo de justificación.
Demasiados en el estamento oficial de Washington ven la imputación como una distracción política, y como una distracción incendiaria. Pero esto es en sí mismo una muestra de lo radicalmente que nuestra brújula moral se ha desviado. Es el deber de Holder imputar a aquellos que han violado la ley. Los cálculos políticos, hasta los que ayuden al presidente que le nombró, no deberían ser el factor decisivo.
Menos sangrientos que los grotescos detalles de torturas que es probable salgan a la luz en cualquier imputación son las muestras más recientes de que el programa de vigilancia sin garantía judicial iniciado por la administración Bush era más amplio de lo que se sabía. Esto aparecía en un informe de la inspección general de las cinco agencias que han tenido alguna implicación en la vigilancia, o en el uso de la información recabada a través de ella.
Los detalles de "las demás actividades de Inteligencia" llevadas a cabo a través de órdenes presidenciales que autorizaban la vigilancia siguen estando "clasificados," dicen los inspectores. Ellos observan que la vigilancia implicaba "actividades de recogida de información sin precedentes" y observaban que la conservación y el uso de este material debería ser "estrechamente vigilado."
Quién lo hizo y de qué se enteró dentro de esta enorme red sigue siendo algo desconocido. Lo que sabemos, gracias al informe, es que la información ha sido conservada en el seno de la operación -- para quién sabe qué finalidad.
Contra más examinan fiscal general, Congreso e investigadores independientes lo que los defensores de la administración Bush afirman es un camino ya recorrido, más obstáculos encuentran y más contaminado parece el terreno. La administración Obama tiene buenos motivos para querer mirar para otro lado. Es cierto que en una era de enfrentamiento, cualquier iniciativa por pedir cuentas a los que violaron la ley en el pasado será presentada como justificación política del fracaso a la hora de sacar adelante legislaciones importantes en temas tan cruciales como energía o sanidad.
Esto es otra gran mentira.
Para empezar los Republicanos del Congreso no están cooperando con la agenda de Obama. Acusadas diferencias entre los Demócratas han ralentizado el proceso en muchos asuntos. Si en los próximos meses se hace poco o nada, no será porque esos excéntricos libertarios, activistas de los derechos humanos y escasos congresistas lo bastante aventurados para alinearse con ellos hayan descarrilado la agenda del presidente.
Los medios para adoptar alguna medida de transparencia ya están presentes en la legislación de una "comisión de la verdad," como la auspiciada por el presidente del Comité Judicial de la Cámara John Conyers, de Michigan. Habría sido fácil para la Casa Blanca permitir que esto, y una iniciativa similar en el Senado, saliera adelante sin grandes molestias. En lugar de eso, ha manifestado al Congreso que quiere que la idea desaparezca.
Pero la trampa que la Casa Blanca se puso a sí misma ha saltado. Habiendo afirmado que no miraría el pasado con rabia, ni tan siquiera con la intención de pedir cuentas a los que obraron mal, ahora se ve perseguida una semana tras otra por las nuevas revelaciones. Son muestras de que algunos tienen una conciencia que no puede ser acallada.
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