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Fernando Mendikoa

Amores imposibles

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Algunos lo son por manifiesta incompatibilidad previa, y en verdad poco margen dejan para la sorpresa. Por ello, y aunque tampoco terminen bien, son menos hirientes: esa es su gran ventaja. Infinitamente peor es el caso de los jurados amores que sin embargo ni siquiera comienzan, ya que están hechos de promesas enteramente vacías, cuando no directamente falsas. El de Sete Gibernau y Francisco Hernando era de los primeros. Surgió, pero el idilio ha durado exactamente ocho carreras: el tiempo justo para que Paco (el “Pocero”) haya visto que los números no le cuadran y haya ordenado recoger los trastos y retirarse del Mundial de MotoGP, como quien abandona a la novia después del banquete. Era, por otro lado, un matrimonio que desde sus mismos orígenes no prometía grandes esperanzas ni alegrías a ninguno de los contrayentes: ni Sete está ya para demasiados trotes sobre una moto, ni se puede esperar demasiado (a ningún nivel) de alguien que tiene el dinero como única razón de ser; fiarse de este tipo de gente es siempre un riesgo extremo, un auténtico suicidio.

De modo que era éste un amor ineludiblemente condenado al fracaso, y el tiempo no ha hecho sino confirmar los peores augurios. El piloto barcelonés vuelve a sumar así un nuevo contratiempo a su ya dilatada experiencia en desgracias, que parecen ir siempre más rápidas que él y que además son de lo más variopintas: desde quedarse sin gasolina a falta de dos curvas para ganar una carrera (República Checa en 2005) a abandonos y caídas de todo tipo. Quizá la principal, sobre todo por las consecuencias que tuvo, fue la que le produjo una grave fractura de clavícula en el GP de Catalunya de 2006. En aquella inclasificable salida, más parecida a una partida de bolos que a una carrera de motos, se llevó por delante a todos los que se fue encontrando en su camino: y fueron unos cuantos, entre ellos su compañero de equipo Loris Capirossi, al que además arruinó buena parte de las opciones que aún podía tener de cara al título.

De todos modos, la perspectiva que ofrece el paso del tiempo hace que los subcampeonatos que Sete logró en 2003 y 2004 mitiguen en parte su dolor, y más aún cuando lo que demuestran es que aquellos dos años fue el mejor piloto de este planeta, toda vez que el campeón (Rossi) escapa a esa definición terrenal. Precisamente con Valentino tuvo sus más enconadas disputas, dentro y fuera del circuito, como en el GP de Qatar en 2004, cuando el catalán acusó al italiano de una maniobra ilegal (quemar rueda la noche anterior con una scooter para tener más agarre en la salida). “Il dottore” rebuscó en el Olimpo al dios más competente para que le ayudara a hacer realidad la maldición, y al parecer eligió bien, porque ésta se cumplió de manera inmisericorde: en efecto, Sete ya no volvió a ganar una carrera más, como había indicado su implacable oráculo. Pero el hechizo fue aún más allá, y vimos incluso cómo las diez plagas de Egipto se abalanzaron todas a la vez sobre la cabeza de Gibernau. Y así le fue a partir de ese momento.

Esa fue, sin duda, otra muestra de amor imposible. Y ese mismo camino lleva, por cierto, la relación entre Armstrong y Contador: es lo que tiene eso de tener dos gallos en un mismo corral. Y ahora sí que parece que se acabó definitivamente eso de mantener la sonrisa para la foto tras el enlace, y ha quedado ya meridianamente claro que fue el padrino Bruyneel quien les llevó a la fuerza al altar, cuando en realidad ellos buscaban otros pretendientes que no les quitaran protagonismo a la hora de los flashes. Sabemos ya que fue una boda de conveniencia, y que por eso mismo el divorcio era cuestión de tiempo, toda vez que es materialmente imposible que puedan compartir techo. Y mucho menos lecho, claro está. Pasaron los tiempos de rosas de tallos disimulados, que en realidad no ocultaban sino traicioneras y lacerantes espinas. Desde este momento, la única incógnita que queda es saber cómo de mal va a terminar este viaje de novios por tierras francesas, acompañados como están por unos invitados que a estas alturas no saben muy bien quién es el causante del inminente divorcio ni a quién consolar.

Habrá que esperar acontecimientos, es nuestra única opción. Y lo mismo puede decirse del mercado futbolístico en una época como ésta, plagada de relaciones entre clubes y jugadores: algunas con final feliz, otras que se encuentran en esos inicios de miradas, sonrisas y mariposas en el estómago, y algunas más que aún deberán esperar para pasar por la vicaría; sin olvidarnos de sonoros engaños, inesperadas traiciones y hasta infidelidades, que aquí, en ese otro mundo, también existen. Que todas esas relaciones tienen fecha de caducidad y están condenadas a tener un final, incluso las que aparentan ser más duraderas, es algo que todos sabemos, al igual que sucede con cualquier otro aspecto al que acudamos: es ley de vida. Pero saber que todo llega a su fin no debe dejar paso al pesimismo: simplemente es la vida que nos ha tocado vivir; y cuanto antes lo asumamos, tanto mejor.

Es la cruda realidad, algo que por otro lado se ha puesto de manifiesto con especial claridad en uno de los muchos casos de movimientos de mercancías entre clubes que se dan estas semanas en el mundo del fútbol. Sucede con todas las entidades deportivo-económicas, en esa doble acepción que nos deja como conclusión que comenzaron siendo deportivas y que sin embargo tienden, y cada vez con menos reparos y disimulos, a ser económicas. El caso más gráfico y diáfano, y es por ello por lo que se lo agradecemos profundamente, nos lo ha dejado el director deportivo del Betis, aunque sobra decir que es algo aplicable a cualquier otra entidad (aunque a algunas más que a otras, tampoco nos engañemos a estas alturas). Manuel Momparlet ha asegurado que Arzu (que quiere marcharse del equipo verdiblanco) tiene “todo el cariño del club”, pero que “esto es una empresa”. Por fin alguien ha hablado claro y ha dicho lo que más o menos todos intuíamos en relación a estas empresas disfrazadas de clubes de fútbol. Ya era hora.

Amores imposibles

Fernando Mendikoa
Fernando Mendikoa
miércoles, 15 de julio de 2009, 04:48 h (CET)
Algunos lo son por manifiesta incompatibilidad previa, y en verdad poco margen dejan para la sorpresa. Por ello, y aunque tampoco terminen bien, son menos hirientes: esa es su gran ventaja. Infinitamente peor es el caso de los jurados amores que sin embargo ni siquiera comienzan, ya que están hechos de promesas enteramente vacías, cuando no directamente falsas. El de Sete Gibernau y Francisco Hernando era de los primeros. Surgió, pero el idilio ha durado exactamente ocho carreras: el tiempo justo para que Paco (el “Pocero”) haya visto que los números no le cuadran y haya ordenado recoger los trastos y retirarse del Mundial de MotoGP, como quien abandona a la novia después del banquete. Era, por otro lado, un matrimonio que desde sus mismos orígenes no prometía grandes esperanzas ni alegrías a ninguno de los contrayentes: ni Sete está ya para demasiados trotes sobre una moto, ni se puede esperar demasiado (a ningún nivel) de alguien que tiene el dinero como única razón de ser; fiarse de este tipo de gente es siempre un riesgo extremo, un auténtico suicidio.

De modo que era éste un amor ineludiblemente condenado al fracaso, y el tiempo no ha hecho sino confirmar los peores augurios. El piloto barcelonés vuelve a sumar así un nuevo contratiempo a su ya dilatada experiencia en desgracias, que parecen ir siempre más rápidas que él y que además son de lo más variopintas: desde quedarse sin gasolina a falta de dos curvas para ganar una carrera (República Checa en 2005) a abandonos y caídas de todo tipo. Quizá la principal, sobre todo por las consecuencias que tuvo, fue la que le produjo una grave fractura de clavícula en el GP de Catalunya de 2006. En aquella inclasificable salida, más parecida a una partida de bolos que a una carrera de motos, se llevó por delante a todos los que se fue encontrando en su camino: y fueron unos cuantos, entre ellos su compañero de equipo Loris Capirossi, al que además arruinó buena parte de las opciones que aún podía tener de cara al título.

De todos modos, la perspectiva que ofrece el paso del tiempo hace que los subcampeonatos que Sete logró en 2003 y 2004 mitiguen en parte su dolor, y más aún cuando lo que demuestran es que aquellos dos años fue el mejor piloto de este planeta, toda vez que el campeón (Rossi) escapa a esa definición terrenal. Precisamente con Valentino tuvo sus más enconadas disputas, dentro y fuera del circuito, como en el GP de Qatar en 2004, cuando el catalán acusó al italiano de una maniobra ilegal (quemar rueda la noche anterior con una scooter para tener más agarre en la salida). “Il dottore” rebuscó en el Olimpo al dios más competente para que le ayudara a hacer realidad la maldición, y al parecer eligió bien, porque ésta se cumplió de manera inmisericorde: en efecto, Sete ya no volvió a ganar una carrera más, como había indicado su implacable oráculo. Pero el hechizo fue aún más allá, y vimos incluso cómo las diez plagas de Egipto se abalanzaron todas a la vez sobre la cabeza de Gibernau. Y así le fue a partir de ese momento.

Esa fue, sin duda, otra muestra de amor imposible. Y ese mismo camino lleva, por cierto, la relación entre Armstrong y Contador: es lo que tiene eso de tener dos gallos en un mismo corral. Y ahora sí que parece que se acabó definitivamente eso de mantener la sonrisa para la foto tras el enlace, y ha quedado ya meridianamente claro que fue el padrino Bruyneel quien les llevó a la fuerza al altar, cuando en realidad ellos buscaban otros pretendientes que no les quitaran protagonismo a la hora de los flashes. Sabemos ya que fue una boda de conveniencia, y que por eso mismo el divorcio era cuestión de tiempo, toda vez que es materialmente imposible que puedan compartir techo. Y mucho menos lecho, claro está. Pasaron los tiempos de rosas de tallos disimulados, que en realidad no ocultaban sino traicioneras y lacerantes espinas. Desde este momento, la única incógnita que queda es saber cómo de mal va a terminar este viaje de novios por tierras francesas, acompañados como están por unos invitados que a estas alturas no saben muy bien quién es el causante del inminente divorcio ni a quién consolar.

Habrá que esperar acontecimientos, es nuestra única opción. Y lo mismo puede decirse del mercado futbolístico en una época como ésta, plagada de relaciones entre clubes y jugadores: algunas con final feliz, otras que se encuentran en esos inicios de miradas, sonrisas y mariposas en el estómago, y algunas más que aún deberán esperar para pasar por la vicaría; sin olvidarnos de sonoros engaños, inesperadas traiciones y hasta infidelidades, que aquí, en ese otro mundo, también existen. Que todas esas relaciones tienen fecha de caducidad y están condenadas a tener un final, incluso las que aparentan ser más duraderas, es algo que todos sabemos, al igual que sucede con cualquier otro aspecto al que acudamos: es ley de vida. Pero saber que todo llega a su fin no debe dejar paso al pesimismo: simplemente es la vida que nos ha tocado vivir; y cuanto antes lo asumamos, tanto mejor.

Es la cruda realidad, algo que por otro lado se ha puesto de manifiesto con especial claridad en uno de los muchos casos de movimientos de mercancías entre clubes que se dan estas semanas en el mundo del fútbol. Sucede con todas las entidades deportivo-económicas, en esa doble acepción que nos deja como conclusión que comenzaron siendo deportivas y que sin embargo tienden, y cada vez con menos reparos y disimulos, a ser económicas. El caso más gráfico y diáfano, y es por ello por lo que se lo agradecemos profundamente, nos lo ha dejado el director deportivo del Betis, aunque sobra decir que es algo aplicable a cualquier otra entidad (aunque a algunas más que a otras, tampoco nos engañemos a estas alturas). Manuel Momparlet ha asegurado que Arzu (que quiere marcharse del equipo verdiblanco) tiene “todo el cariño del club”, pero que “esto es una empresa”. Por fin alguien ha hablado claro y ha dicho lo que más o menos todos intuíamos en relación a estas empresas disfrazadas de clubes de fútbol. Ya era hora.

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