Cuando el ser humano se paró por primera vez a observar la naturaleza, comprendió que el fin de ésta no podía desligarse de su nuevo inicio. Una muerte implica un nuevo nacimiento regenerador y el rebrotar de los retoños depende de la caída de la hoja.
Así se acostumbró el hombre a pensar su entorno como cíclico, y configuró sus dioses a la medida de sus primeras experiencias naturales: no sólo de las fuerzas motoras y destructivas, sino también de la potencia regeneradora de lo natural.
De ahí nace la extendida categoría de los dioses agrarios ordenadores del ciclo, aquéllos que son capaces de descender al inframundo por un tiempo y retornar sanos y salvos. Esto explica, por ejemplo, el desarrollo de los cereales desde la siembra hasta la cosecha y de nuevo hasta la siembra. No hay manera de romper el círculo.
Bueno, en realidad sí hay una forma de romperlo. Cómo no, se consigue perteneciendo al privilegiado mundo de los humanos. Sea por medio del despertar luminoso del Nirvana, por las prácticas en los misterios órficos o por cualquier otra variante, el ser humano puede salir de la cárcel sin necesidad de pasar eternamente por la casilla de salida.
Se puede decir que se jubila de su antigua tarea que le somete a unos ritmos constantes, repeticiones de tiempos y espacios con una breve pausa entre revoluciones.
Las vacaciones de verano son (curiosamente) nuestra bajada de Perséfone al mundo de los muertos, el período en que no realizamos la actividad por la que nos definimos. Pero en realidad sabemos que nuestra estancia allá es algo temporal, igual que la naturaleza sabe por experiencia que volverá la savia a recorrer las ramas.
Maneras de romper con la vuelta del péndulo son la jubilación, el éxito en los juegos de azar o la deserción del entramado social-económico. Cuando alguna de esas variables entra en juego, quien las padece se encuentra desligado de lo que le ata a la vida ordinaria, y se da cuenta de que lo verdaderamente humano empieza tras ese tipo de imposiciones horarias.
Para el resto, las vacaciones estivales se convierten en un avance del momento en que no será necesario conservar el reloj, porque habremos tomado el tiempo.