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En recuerdo a Miguel de la Quadra-Salcedo

Tengo mi alma en un árbol

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España es un país cicatero y poco generoso.

Muchos de nuestros mejores hombres y mujeres acaban ocupando la letra pequeña de la Historia; mientras que otros (no añadiré el inservible “y otras”) aparecerán, sin merecerlo, en el lugar más destacado de los libros, si estos sobreviven, del futuro. Casi todos serán políticos.

Recuerdo que durante nuestro primer encuentro, Miguel de la Quadra-Salcedo habló un buen rato de libros, con uno en la mano, pasando las páginas, escuchando “la música del papel”, que es única, insustituible. Todavía no habían aparecido los ebooks, pero ya se los presentía. El maestro de reporteros y de tantas otras cosas, al que aún le quedaban más de quince años de fructífera vida, acababa de entrar en eso que llaman “la 3° edad”; pero ni por su porte, ni por la energía que emanaba, ni por la fuerza de su mirada, alguien podría sentirse ante un posible aficionado a la partida de mus vespertina en el café con un grupo de jubilados. Por el contrario, uno tenía la impresión instantánea (es decir: la intuición, en su sentido más etimológico) de habérselas con una verdadera fuerza de la Naturaleza. La vejez y los achaques vendrían después; pero a Miguel, a don Miguel de la Quadra, le quedaban aún unas cuantas partidas... y no precisamente de petanca.

Hablamos aquella tarde, aparte de libros, de la Ruta Quetzal (de la que era creador y ha dirigido hasta su muerte) y de su edición de aquel año, que habría de inciar su andadura dos meses después con el lema “En busca del Spondylus”. Me aclaró que esta era una ostra bivalva; una especie de “moneda”muy utilizada por los pueblos de la costa del Pacífico como patrón de cambio. Los indígenas se sumergían a grandes profundidades para obtenerla. Se trataba también de una ofrenda sagrada y, de manera simbólica, los expedicionarios de aquella convocatoria de la Ruta Quetzal la utilizarían como símbolo de paz, mostrando su solidaridad con el Plan Binacional de la Región Fronteriza Perú-Ecuador. Montarían los “caballitos de totora” (una embarcación hecha de cañas, empleada por los mochica y que se monta a horcajadas, de ahí su nombre) en busca del Spondylus, el oro rojo de los incas.

Algunos años después de aquel encuentro le dediqué un capítulo de mi libro Un Paseo Por La Jungla; el que titulé “Tuum, la mirada del dios ausente” y que trata de mis primeras vivencias en una aldea del Norte de Kenia. Su comentario, tras haberlo leído, fue: “Palacio, se nota que te gusta lo que haces... sigue así, pero procura que no se enteren muchos” Nunca me prologó la segunda parte, porque no llegué a escribirla. Y entendí el consejo. En aquella última conversación le pregunté lo siguiente (entre comillas, ya que es literal, extraído de una cinta)

“¿ Crees que queda espacio para la aventura en un mundo donde la tecnología permite que una persona contemple, sentado en su sala de estar, cómo otros congéneres coronan la cumbre del Everest?

“! Claro! -me dijo- Hay que olvidarse de las tarjetas de crédito, de los móviles; llevar justo lo necesario y a ser posible comprar sólo un billete de ida. Saber cuándo se parte, pero no cuando se vuelve; quiza con el peso extra de un buen libro: ahí comienza el viaje iniciático, la aventura”

Escribí al principio de este artículo una frase lapidaria: “España es un país cicatero y poco generoso” Y es de rigor añadir: a nivel oficial e institucional. Un ejemplo es De la Quadra-Salcedo, que, por otro lado, ha gozado siempre de la mayor simpatía popular; tanta, que sólo encuentro una equivalente: la que goza (porque el testigo ha pasado de padres a hijos) la figura ya casi legendaria de Félix Rodriguez de la Fuente. Sin embargo, Miguel ha tenido que morirse para que, casi por una cuestión de elemental protocolo, el Consejo de Ministros acordara concederle la Gran Cruz de Alfonso X El Sabio, a título póstumo.

Durante años muchos hemos tratado, desde los medios de comunicación y otros ámbitos, que su candidatura al Premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional prosperase. Se crearon foros, plataformas donde se recogieron decenas de miles de firmas; se hizo lo que se pudo desde la humilde atalaya de adobe del simple ciudadano. Nada. Unas veces silencio institucional; otras, zancadillas de última hora. También vimos cómo su estrecha relación con el Rey Juan Carlos tampoco le hizo acreedor a un título nobiliario, y ante él desfilaron entrenadores, deportistas y un buen número de empresarios, financieros y (cómo no) políticos, que fueron “ennoblecidos” por el monarca. Sí, ya sé que para un republicano eso representa una antigualla, un anacronismo a eliminar, pero se da la circunstancia de que nuestro personaje era un leal monárquico. Entonces...

Miguel de la Quadra-Salcedo era un espíritu libre y, a buen seguro, se habría reído de estas consideraciones mias. Una vez confesó: “Tengo mi alma en un árbol”. Una imagen muy sugerente que nos lleva a imaginarlo en una de esas incontables aventuras por la selva amazónica, con los últimos rayos del día filtrándose a través de las altas copas de los cedros rojos; escuchando esos sonidos inconfundibles que preludian la noche; avanzando hacia un claro de la selva en el que plantar la tienda, hacer un fuego y esperar al alba.

Los espirítus del bosque y el de Miguel fundidos ahora en una infinita aventura equinoccial.

Tengo mi alma en un árbol

En recuerdo a Miguel de la Quadra-Salcedo
Luis del Palacio
miércoles, 25 de mayo de 2016, 09:00 h (CET)
España es un país cicatero y poco generoso.

Muchos de nuestros mejores hombres y mujeres acaban ocupando la letra pequeña de la Historia; mientras que otros (no añadiré el inservible “y otras”) aparecerán, sin merecerlo, en el lugar más destacado de los libros, si estos sobreviven, del futuro. Casi todos serán políticos.

Recuerdo que durante nuestro primer encuentro, Miguel de la Quadra-Salcedo habló un buen rato de libros, con uno en la mano, pasando las páginas, escuchando “la música del papel”, que es única, insustituible. Todavía no habían aparecido los ebooks, pero ya se los presentía. El maestro de reporteros y de tantas otras cosas, al que aún le quedaban más de quince años de fructífera vida, acababa de entrar en eso que llaman “la 3° edad”; pero ni por su porte, ni por la energía que emanaba, ni por la fuerza de su mirada, alguien podría sentirse ante un posible aficionado a la partida de mus vespertina en el café con un grupo de jubilados. Por el contrario, uno tenía la impresión instantánea (es decir: la intuición, en su sentido más etimológico) de habérselas con una verdadera fuerza de la Naturaleza. La vejez y los achaques vendrían después; pero a Miguel, a don Miguel de la Quadra, le quedaban aún unas cuantas partidas... y no precisamente de petanca.

Hablamos aquella tarde, aparte de libros, de la Ruta Quetzal (de la que era creador y ha dirigido hasta su muerte) y de su edición de aquel año, que habría de inciar su andadura dos meses después con el lema “En busca del Spondylus”. Me aclaró que esta era una ostra bivalva; una especie de “moneda”muy utilizada por los pueblos de la costa del Pacífico como patrón de cambio. Los indígenas se sumergían a grandes profundidades para obtenerla. Se trataba también de una ofrenda sagrada y, de manera simbólica, los expedicionarios de aquella convocatoria de la Ruta Quetzal la utilizarían como símbolo de paz, mostrando su solidaridad con el Plan Binacional de la Región Fronteriza Perú-Ecuador. Montarían los “caballitos de totora” (una embarcación hecha de cañas, empleada por los mochica y que se monta a horcajadas, de ahí su nombre) en busca del Spondylus, el oro rojo de los incas.

Algunos años después de aquel encuentro le dediqué un capítulo de mi libro Un Paseo Por La Jungla; el que titulé “Tuum, la mirada del dios ausente” y que trata de mis primeras vivencias en una aldea del Norte de Kenia. Su comentario, tras haberlo leído, fue: “Palacio, se nota que te gusta lo que haces... sigue así, pero procura que no se enteren muchos” Nunca me prologó la segunda parte, porque no llegué a escribirla. Y entendí el consejo. En aquella última conversación le pregunté lo siguiente (entre comillas, ya que es literal, extraído de una cinta)

“¿ Crees que queda espacio para la aventura en un mundo donde la tecnología permite que una persona contemple, sentado en su sala de estar, cómo otros congéneres coronan la cumbre del Everest?

“! Claro! -me dijo- Hay que olvidarse de las tarjetas de crédito, de los móviles; llevar justo lo necesario y a ser posible comprar sólo un billete de ida. Saber cuándo se parte, pero no cuando se vuelve; quiza con el peso extra de un buen libro: ahí comienza el viaje iniciático, la aventura”

Escribí al principio de este artículo una frase lapidaria: “España es un país cicatero y poco generoso” Y es de rigor añadir: a nivel oficial e institucional. Un ejemplo es De la Quadra-Salcedo, que, por otro lado, ha gozado siempre de la mayor simpatía popular; tanta, que sólo encuentro una equivalente: la que goza (porque el testigo ha pasado de padres a hijos) la figura ya casi legendaria de Félix Rodriguez de la Fuente. Sin embargo, Miguel ha tenido que morirse para que, casi por una cuestión de elemental protocolo, el Consejo de Ministros acordara concederle la Gran Cruz de Alfonso X El Sabio, a título póstumo.

Durante años muchos hemos tratado, desde los medios de comunicación y otros ámbitos, que su candidatura al Premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional prosperase. Se crearon foros, plataformas donde se recogieron decenas de miles de firmas; se hizo lo que se pudo desde la humilde atalaya de adobe del simple ciudadano. Nada. Unas veces silencio institucional; otras, zancadillas de última hora. También vimos cómo su estrecha relación con el Rey Juan Carlos tampoco le hizo acreedor a un título nobiliario, y ante él desfilaron entrenadores, deportistas y un buen número de empresarios, financieros y (cómo no) políticos, que fueron “ennoblecidos” por el monarca. Sí, ya sé que para un republicano eso representa una antigualla, un anacronismo a eliminar, pero se da la circunstancia de que nuestro personaje era un leal monárquico. Entonces...

Miguel de la Quadra-Salcedo era un espíritu libre y, a buen seguro, se habría reído de estas consideraciones mias. Una vez confesó: “Tengo mi alma en un árbol”. Una imagen muy sugerente que nos lleva a imaginarlo en una de esas incontables aventuras por la selva amazónica, con los últimos rayos del día filtrándose a través de las altas copas de los cedros rojos; escuchando esos sonidos inconfundibles que preludian la noche; avanzando hacia un claro de la selva en el que plantar la tienda, hacer un fuego y esperar al alba.

Los espirítus del bosque y el de Miguel fundidos ahora en una infinita aventura equinoccial.

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