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Óscar Arce Ruiz

...que por diablo

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No en todas partes los individuos de más edad son relegados a ejercer funciones separadas y coyunturales. No siempre las culturas cristalizan en sociedades que excluyen de su funcionamiento a quienes no pueden justificar su sustento.

Solemos creer que nuestra manera de gestionar no sólo las configuraciones sociales, sino cualquier aspecto de la vida, es una norma universal que tiene su mejor expresión en nuestras ciudades, nuestras formas de gobierno y nuestras formas de solidaridad. No es fácil llegar a imaginar que las cosas puedan hacerse de otra manera. Pero es así.

Y no es solamente porque se valore la sabiduría en la experiencia, o porque se reserven puestos de prestigio y dirección social a esas personas que tienen tiempo para dedicarse a una actividad necesariamente menos física.

Hay un factor que se suma a cualquier otro y que dota a los más mayores de un poder especial: están mucho más cerca de la muerte que cualquier otra franja de edad.

Esto les confiere un halo de inmunidad ante las cuestiones triviales. Les permite separar lo nuclear de lo accesorio, pues su tiempo es limitado y no pueden derrocharlo como seguramente lo hicieron años atrás.

En esa dirección apunta el valor de sus palabras. Es cierto que muchas veces sus indicaciones vendrán ilustradas con ejemplos propios, convertidos más en fábulas que en recuerdos, pero sería un error basar su peso por la cualidad de su experiencia.

La experiencia depende del azar, y se haría muy difícil determinar qué vivencias constituirían realmente una fuente de sabiduría y cuáles una pérdida de tiempo. Su aparición en nuestra vida está fuera de nuestro alcance. En cambio, la muerte es un rasero universal.

En ello radica la potencia de los ancianos. Es esa la razón principal por la que alejarlos del funcionamiento de la sociedad, desterrarles de la decisión, contribuye a la preocupación social por lo innecesario.

Porque cuando ser joven es lo único que cuenta no hay tiempo para pensar en el final. No es que se viva como si cada día fuese el último, sino que se encara cada día como el primero.

...que por diablo

Óscar Arce Ruiz
Óscar Arce
sábado, 6 de junio de 2009, 08:45 h (CET)
No en todas partes los individuos de más edad son relegados a ejercer funciones separadas y coyunturales. No siempre las culturas cristalizan en sociedades que excluyen de su funcionamiento a quienes no pueden justificar su sustento.

Solemos creer que nuestra manera de gestionar no sólo las configuraciones sociales, sino cualquier aspecto de la vida, es una norma universal que tiene su mejor expresión en nuestras ciudades, nuestras formas de gobierno y nuestras formas de solidaridad. No es fácil llegar a imaginar que las cosas puedan hacerse de otra manera. Pero es así.

Y no es solamente porque se valore la sabiduría en la experiencia, o porque se reserven puestos de prestigio y dirección social a esas personas que tienen tiempo para dedicarse a una actividad necesariamente menos física.

Hay un factor que se suma a cualquier otro y que dota a los más mayores de un poder especial: están mucho más cerca de la muerte que cualquier otra franja de edad.

Esto les confiere un halo de inmunidad ante las cuestiones triviales. Les permite separar lo nuclear de lo accesorio, pues su tiempo es limitado y no pueden derrocharlo como seguramente lo hicieron años atrás.

En esa dirección apunta el valor de sus palabras. Es cierto que muchas veces sus indicaciones vendrán ilustradas con ejemplos propios, convertidos más en fábulas que en recuerdos, pero sería un error basar su peso por la cualidad de su experiencia.

La experiencia depende del azar, y se haría muy difícil determinar qué vivencias constituirían realmente una fuente de sabiduría y cuáles una pérdida de tiempo. Su aparición en nuestra vida está fuera de nuestro alcance. En cambio, la muerte es un rasero universal.

En ello radica la potencia de los ancianos. Es esa la razón principal por la que alejarlos del funcionamiento de la sociedad, desterrarles de la decisión, contribuye a la preocupación social por lo innecesario.

Porque cuando ser joven es lo único que cuenta no hay tiempo para pensar en el final. No es que se viva como si cada día fuese el último, sino que se encara cada día como el primero.

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