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Días que se consumen entre jornadas de irreflexión

Cuento del tiempo de descuento

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Una vez descubrió la comodidad de delegar funciones, el rey se reunía cada X tiempo con los tres o cuatro nobles importantes que merodeaban por la corte buscando captar su atención e influencia. Hasta hacía unos años bastaba que uno de ellos acudiera con su ejército de vasallos reunido a correprisa para que el soberano apreciara sus sugerencias y le dejara al mando de los asuntos de la corte. En esta ocasión las fuerzas eran más parejas y el número de aspirantes/contrincantes mayor. A lo largo de los meses anteriores habían ido fraguándose alianzas entre éstos, pero en número y consistencia insuficientes para que el rey se arriesgara a dar su confianza a unos u a otros. Todo el escenario se encaminaba pues a la batalla, pero como última formalidad el rey había optado por volver a escucharlos. Se trataba de un trámite previo a la declaración de guerra.

El primer interlocutor formaba parte de un conglomerado que sustentaba a otros, todos minifundistas que habían unido fuerzas para descabalgar de sus pretensiones a los grandes señores de toda la vida. En su haber contaban con ideas claras e intrepidez, y una buena capacidad de proselitismo. En el debe les podía el exceso de confianza. Este individuo cogió a pie cambiado a todo el mundo aventurándole al rey un próximo pacto de gobierno que arreglaría las discrepancias y ahorraría pertrechos y vidas. Su majestad, no muy amante de las sorpresas, disimuló su desconcierto y pidió paciencia y reflexión agradeciendo eso sí, la buena voluntad de su súbdito. La correa transmisora de información funcionaba con tal eficiencia que antes que nuestro hombre hubiera terminado de cruzar el portón de palacio, ya tenía una mano sujetándole la pechera del blusón. Al girarse se encontró con las miradas hoscas del conjunto de candidatos. No recordaba haberlos visto juntos fuera de las jornadas irreflexivas que solían acontecer justo después de las de reflexión:

-¿Qué basura es esa del pacto? –le inquirieron.

Los miró como si le hablaran en otro idioma, una mezcla de “Cosanostrés Parlamentero”.

-Pues sumar fuerzas para acabar con este “sindiós”. ¿No es eso lo que buscamos?

Uno de ellos (no el que le sujetaba) se adelantó hasta que su aliento constituyó todo el aire que el primer interlocutor podía respirar. Con una voz suave pero preñada de amenazas le expuso que el pacto estaba suscrito hacía tiempo y no precisamente buscando evitar la contienda, máxime cuando los candidatos ya habían pagado dos meses de alquiler del campo de batalla*. Los seis anteriores habían constituido una maniobra de distracción necesaria para reagruparse cara a plantar batalla. El primer interlocutor abrió mucho los ojos como quien lo entiende todo de golpe, y presentó mil excusas jurando y perjurando que nadie le había avisado de esto, rogando por una rueda de prensa que le permitiera desdecirse con disimulo. Por toda respuesta, alguien le acercó un pañuelo para que se secara el sudor. El de la voz suave avisaba mientras al siguiente candidato que debía entrevistarse con el monarca, con vistas a que no hiciera el tonto.

*“El pago del alquiler del campo de batalla” está tomado de “Duck Soup” de los hermanos Marx.

Cuento del tiempo de descuento

Días que se consumen entre jornadas de irreflexión
Ángel Pontones Moreno
miércoles, 27 de abril de 2016, 08:59 h (CET)
Una vez descubrió la comodidad de delegar funciones, el rey se reunía cada X tiempo con los tres o cuatro nobles importantes que merodeaban por la corte buscando captar su atención e influencia. Hasta hacía unos años bastaba que uno de ellos acudiera con su ejército de vasallos reunido a correprisa para que el soberano apreciara sus sugerencias y le dejara al mando de los asuntos de la corte. En esta ocasión las fuerzas eran más parejas y el número de aspirantes/contrincantes mayor. A lo largo de los meses anteriores habían ido fraguándose alianzas entre éstos, pero en número y consistencia insuficientes para que el rey se arriesgara a dar su confianza a unos u a otros. Todo el escenario se encaminaba pues a la batalla, pero como última formalidad el rey había optado por volver a escucharlos. Se trataba de un trámite previo a la declaración de guerra.

El primer interlocutor formaba parte de un conglomerado que sustentaba a otros, todos minifundistas que habían unido fuerzas para descabalgar de sus pretensiones a los grandes señores de toda la vida. En su haber contaban con ideas claras e intrepidez, y una buena capacidad de proselitismo. En el debe les podía el exceso de confianza. Este individuo cogió a pie cambiado a todo el mundo aventurándole al rey un próximo pacto de gobierno que arreglaría las discrepancias y ahorraría pertrechos y vidas. Su majestad, no muy amante de las sorpresas, disimuló su desconcierto y pidió paciencia y reflexión agradeciendo eso sí, la buena voluntad de su súbdito. La correa transmisora de información funcionaba con tal eficiencia que antes que nuestro hombre hubiera terminado de cruzar el portón de palacio, ya tenía una mano sujetándole la pechera del blusón. Al girarse se encontró con las miradas hoscas del conjunto de candidatos. No recordaba haberlos visto juntos fuera de las jornadas irreflexivas que solían acontecer justo después de las de reflexión:

-¿Qué basura es esa del pacto? –le inquirieron.

Los miró como si le hablaran en otro idioma, una mezcla de “Cosanostrés Parlamentero”.

-Pues sumar fuerzas para acabar con este “sindiós”. ¿No es eso lo que buscamos?

Uno de ellos (no el que le sujetaba) se adelantó hasta que su aliento constituyó todo el aire que el primer interlocutor podía respirar. Con una voz suave pero preñada de amenazas le expuso que el pacto estaba suscrito hacía tiempo y no precisamente buscando evitar la contienda, máxime cuando los candidatos ya habían pagado dos meses de alquiler del campo de batalla*. Los seis anteriores habían constituido una maniobra de distracción necesaria para reagruparse cara a plantar batalla. El primer interlocutor abrió mucho los ojos como quien lo entiende todo de golpe, y presentó mil excusas jurando y perjurando que nadie le había avisado de esto, rogando por una rueda de prensa que le permitiera desdecirse con disimulo. Por toda respuesta, alguien le acercó un pañuelo para que se secara el sudor. El de la voz suave avisaba mientras al siguiente candidato que debía entrevistarse con el monarca, con vistas a que no hiciera el tonto.

*“El pago del alquiler del campo de batalla” está tomado de “Duck Soup” de los hermanos Marx.

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