Ya hace casi una semana que se disputó la París-Roubaix. La clásica de las clásicas. Aquella carrera en la cual los ciclistas se deben de enfrentar a toda la dureza que una persona puede imaginarse. Una cita que ningún aficionado del deporte se puede perder. Aunque el ciclismo no se encuentre entre sus gustos.
Esa prueba en la que el vencedor se lleva a casa un adoquín como trofeo y en la que participan, a pesar del riesgo de lesión que corren, alguno de los mejores ciclistas del momento. 27 tramos de pavé que deciden el ganador. Unos tramos que son testigos de caídas, pinchazos y todo tipo de percances que un corredor puede tener en competición. Y cuando se une el agua, esta dureza se multiplica por no sé cuánto.
El domingo pasado, la lluvia les dio, al menos, un respiro. Hecho que no restó espectáculo. Tom Boonen salió triunfador de una corrida en la que se quedó toreando sólo. El último en caer, y nunca mejor dicho, fue Hushovd. Que vio como una valla de publicidad le robaba sus opciones de llevarse el adoquín. Antes, otro de los aspirantes a la victoria, nuestro Flecha, también probó el suelo. Una caída que decidió gran parte de la carrera, pues dividió el grupo de cabeza en varias partes.
Con Thor Hushovd eliminado y con Pozzato viendo cómo, otra vez, se quedaba sin subir al primer cajón del podio, Boonen llegó al sprint, para que Pozzato en su primera vuelta no le estropease la foto, al velódromo de Roubaix. Una victoria, su tercera, que escribe su nombre entre los más grandes de una carrera que es distinta. Un héore para los belgas.