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Sé que el llanto sólo sirve para sacar afuera el dolor, pero yo no podía controlarlo

Más que mi padre, mi abuelo

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Cuando tuve conciencia real de su existencia, aun me parecía un completo desconocido. Claro que todavía yo era pequeño para entender ciertas cosas. Solo que aquella figura suya, antes un tanto desdibujada en la ignorancia de mi razón, fue cada vez cobrando más fuerza en mi vida juvenil.

Borrando aquellos primeros encuentros, lo cierto es que su proximidad se hacía por minutos más próxima. Recuerdo aquel lejano mes de mayo de 1965, cuando creí que mi abuelo no vendría nunca a la ceremonia de mi primera comunión cuando, de repente, al volver la cara lo vi allí sentado, a dos bancos del mío, y pillé una alegría que para qué contar. Muchos sonreían creyendo que yo estaba así de contento por la comunión. Y no se equivocaban, pero lo que sin duda me había llenado de felicidad fue la presencia de mi abuelo, sentado tan cerca de mí. Y sin esperarlo.

Años después, en una de esas tarde en que sol ya solo alumbraba la calva de los cerros, me sentí tan deprimido de repente que me encerré en mi habitación, lejos del mundo. Solo que poco tardó mi abuelo en darse cuenta de mi repentina huida. Me buscó, y enseguida dio conmigo.

-Carlos, abre –dijo golpeando la puerta de mi habitación.
-No, abuelo- le respondí-. Mejor no hablamos hoy. Lo siento. Vete, por favor.
-Hijo, sé que hoy me necesitas más que ayer, creo. Anda, abre. Es solo un minuto.

Y le abrí. Aunque me volví corriendo a la cama, sin siquiera mirarlo. Luego, sí: luego me tumbé –con las manos detrás de la cabeza- mirándolo fijamente a los ojos, a la vez que observé aquella costumbre suya de meterse el pulgar derecho en el bolsillo izquierdo del chaleco mientras hablaba; en eso estaba yo cuando gritó:

-Qué demonios te pasa, Carlos.
-Nada, abuelo; solo que estoy un poco enfermo, eso es todo. Así que déjame.
-¿Ves?, ya empezamos. Si tuvieses dos dedos de frente escucharía a esa persona que tiene serias cosas que contarte. Y yo sé muy bien lo que a ti te pasa; por supuesto que no es el fin del mundo ni nada parecido. Tú ves fantasmas donde no los hay. ¿Me entiendes? Así que has de aventar de tu cabeza toda esa maraña de inventos que te están envenenando la existencia.
- Pero ¿qué dices, abuelo?
-Que te martirizas, hijo. Que te martirizas. ¿O acaso crees que fuiste tú quien inventó esas desgracias inexistentes? Ya hace mucho que el mundo es mundo, hijo. Así que escucha atentamente a tu abuelo, que nunca te llevará por mal camino. Al grano: a mí me da el pálpito de que lo tuyo no es sino esa bendita enfermedad que se llama… amor. ¡Sí: amor! ¿Qué cómo lo sé? ¡A ver si tú te creer que yo nunca fui joven! Y ese dulce dolor es muy propio de los que tienen más o menos tu edad. O sea, que todos padecéis la misma enfermedad.

Lo oía con atención. Luego me recliné. Y, sentándome en el borde la cama, lo seguí escucharlo con interés creciente, aunque sin decir esta boca es mía.

-Ya sé que soy viejo, y lo acepto. Pero no permito que tú, tus amigos, tus padres..., en fin, todos..., me tomen por tonto o por un viejo chocho. ¡Ah, eso no! Solo veis en mí a un carcamal, un viejo trapo de cementerio. Pues te aseguro que con solo un puñado de neuronas que trabajen bien, este viejo sabe más que todos juntos. Lo que pasa es que no interesa que se note demasiado.
–Acabó diciendo, no sin cierta sorna. Y añadió-: En cuanto a tu asuntillo..., te diré que incluso lo conozco antes que lo supiera tu padre. Y te lo cuento. Carlos, tú estás enamoradito de Marta. (¿Me equivoco? ¿No? Pues sigo.) Pero la mala suerte ha querido que esa linda chiquilla sea, precisamente, la hija de Juan Fulgencio Ruiz, el comunista más comunista de este municipio. (¿Vuelvo a acertar? ¿Sí? Pues sigo). Y tú también lo que tu padre siente por los pobres comunistas. (Ahora no sólo no me equivoco, je, je, sino que, además, te sorprendes que esté tan al corriente del tema).

De repente noté que un calor me quemaba las orejas. Callé durante segundos. Luego rompí el silencio diciendo, con cierta furia contenida:

-O sea que tú, viejo zorro del desierto, ya sabías...
-¡Claro que lo sabía! Y más: a ti quien te inquieta es Martita. Y lo que te preocupa es lo que tu padre piensa del padre de Marta, por lo que desea “que te alejes de ella”. Pero claro, resulta que ni Martita ni tú estáis dispuestos a separaros, algo del todo natural. Pues sé bien que cuando la sangre se inquieta y el corazón se oprime, aparece un encantador “fantasma” que se llama amor... Dime… ¿Voy bien?
-¡Sí! Viejo sabelotodo!- chillé, entre triste y alegre. Pero con cierta ansiedad.
-Así que, de ser tú, yo no perdería ni un solo segundo en salir corriendo en su busca, chaval; que lo de tu padre y ese tal Fulgencio me encargo yo. ¡Así que, arrea, vete ya! Y has fácil lo que tan difícil te resulta hacer: pronto te darás cuenta de que los monstruos no son ahora tan grandes como antes te parecían.

Pasaron meses. Años. Y cuando murió mi abuelo, nunca antes yo había llorado tanto. Sé que el llanto sólo sirve para sacar afuera el dolor, pero yo no podía controlarlo.

Días antes de que mi abuelo nos dejara para siempre, me llamó para que le guardara unas cosas suyas en una caja. Eran muchas. Algunas tan interesantes como sus cuadernos de poesías. Solo que yo ignoraba que escribiera poemas.

-Toma –me dijo-. Guárdalos. Te pertenecen por derecho propio. Y no te creas, ¿eh?, que algunos valen la pena. Mira, con éste gané un primer premio de hace unos años. Léelo.
Y eso hice; aunque las lágrimas me impidieron leer más allá de la tercera estrofa.

Mi espíritu de viejo está desierto
de ilusiones. Muerto ya aquel imperio
de juventud, que a recordar no acierto...
(...).

Fue todo un modelo de hombre para mí. Fue mucho lo que aprendí de él. Pero la joya de su corona fue siempre “la didáctica de sus consejos”, consejos sobre los que yo senté los pilares que poco a poco fueron fraguando en la pequeña personita que ahora soy. Gracias a él supe del temple del hombre, de la necesidad y capacidad de entender, de la honradez para hablar y apalabrar..., también del amor, de la humildad... De él aprendí mucho de cuanto sé hoy. Fue importante en mi vida. Por eso lo llevo siempre tan dentro.

Más que mi padre, mi abuelo

Sé que el llanto sólo sirve para sacar afuera el dolor, pero yo no podía controlarlo
Manuel Senra
miércoles, 13 de abril de 2016, 01:20 h (CET)
Cuando tuve conciencia real de su existencia, aun me parecía un completo desconocido. Claro que todavía yo era pequeño para entender ciertas cosas. Solo que aquella figura suya, antes un tanto desdibujada en la ignorancia de mi razón, fue cada vez cobrando más fuerza en mi vida juvenil.

Borrando aquellos primeros encuentros, lo cierto es que su proximidad se hacía por minutos más próxima. Recuerdo aquel lejano mes de mayo de 1965, cuando creí que mi abuelo no vendría nunca a la ceremonia de mi primera comunión cuando, de repente, al volver la cara lo vi allí sentado, a dos bancos del mío, y pillé una alegría que para qué contar. Muchos sonreían creyendo que yo estaba así de contento por la comunión. Y no se equivocaban, pero lo que sin duda me había llenado de felicidad fue la presencia de mi abuelo, sentado tan cerca de mí. Y sin esperarlo.

Años después, en una de esas tarde en que sol ya solo alumbraba la calva de los cerros, me sentí tan deprimido de repente que me encerré en mi habitación, lejos del mundo. Solo que poco tardó mi abuelo en darse cuenta de mi repentina huida. Me buscó, y enseguida dio conmigo.

-Carlos, abre –dijo golpeando la puerta de mi habitación.
-No, abuelo- le respondí-. Mejor no hablamos hoy. Lo siento. Vete, por favor.
-Hijo, sé que hoy me necesitas más que ayer, creo. Anda, abre. Es solo un minuto.

Y le abrí. Aunque me volví corriendo a la cama, sin siquiera mirarlo. Luego, sí: luego me tumbé –con las manos detrás de la cabeza- mirándolo fijamente a los ojos, a la vez que observé aquella costumbre suya de meterse el pulgar derecho en el bolsillo izquierdo del chaleco mientras hablaba; en eso estaba yo cuando gritó:

-Qué demonios te pasa, Carlos.
-Nada, abuelo; solo que estoy un poco enfermo, eso es todo. Así que déjame.
-¿Ves?, ya empezamos. Si tuvieses dos dedos de frente escucharía a esa persona que tiene serias cosas que contarte. Y yo sé muy bien lo que a ti te pasa; por supuesto que no es el fin del mundo ni nada parecido. Tú ves fantasmas donde no los hay. ¿Me entiendes? Así que has de aventar de tu cabeza toda esa maraña de inventos que te están envenenando la existencia.
- Pero ¿qué dices, abuelo?
-Que te martirizas, hijo. Que te martirizas. ¿O acaso crees que fuiste tú quien inventó esas desgracias inexistentes? Ya hace mucho que el mundo es mundo, hijo. Así que escucha atentamente a tu abuelo, que nunca te llevará por mal camino. Al grano: a mí me da el pálpito de que lo tuyo no es sino esa bendita enfermedad que se llama… amor. ¡Sí: amor! ¿Qué cómo lo sé? ¡A ver si tú te creer que yo nunca fui joven! Y ese dulce dolor es muy propio de los que tienen más o menos tu edad. O sea, que todos padecéis la misma enfermedad.

Lo oía con atención. Luego me recliné. Y, sentándome en el borde la cama, lo seguí escucharlo con interés creciente, aunque sin decir esta boca es mía.

-Ya sé que soy viejo, y lo acepto. Pero no permito que tú, tus amigos, tus padres..., en fin, todos..., me tomen por tonto o por un viejo chocho. ¡Ah, eso no! Solo veis en mí a un carcamal, un viejo trapo de cementerio. Pues te aseguro que con solo un puñado de neuronas que trabajen bien, este viejo sabe más que todos juntos. Lo que pasa es que no interesa que se note demasiado.
–Acabó diciendo, no sin cierta sorna. Y añadió-: En cuanto a tu asuntillo..., te diré que incluso lo conozco antes que lo supiera tu padre. Y te lo cuento. Carlos, tú estás enamoradito de Marta. (¿Me equivoco? ¿No? Pues sigo.) Pero la mala suerte ha querido que esa linda chiquilla sea, precisamente, la hija de Juan Fulgencio Ruiz, el comunista más comunista de este municipio. (¿Vuelvo a acertar? ¿Sí? Pues sigo). Y tú también lo que tu padre siente por los pobres comunistas. (Ahora no sólo no me equivoco, je, je, sino que, además, te sorprendes que esté tan al corriente del tema).

De repente noté que un calor me quemaba las orejas. Callé durante segundos. Luego rompí el silencio diciendo, con cierta furia contenida:

-O sea que tú, viejo zorro del desierto, ya sabías...
-¡Claro que lo sabía! Y más: a ti quien te inquieta es Martita. Y lo que te preocupa es lo que tu padre piensa del padre de Marta, por lo que desea “que te alejes de ella”. Pero claro, resulta que ni Martita ni tú estáis dispuestos a separaros, algo del todo natural. Pues sé bien que cuando la sangre se inquieta y el corazón se oprime, aparece un encantador “fantasma” que se llama amor... Dime… ¿Voy bien?
-¡Sí! Viejo sabelotodo!- chillé, entre triste y alegre. Pero con cierta ansiedad.
-Así que, de ser tú, yo no perdería ni un solo segundo en salir corriendo en su busca, chaval; que lo de tu padre y ese tal Fulgencio me encargo yo. ¡Así que, arrea, vete ya! Y has fácil lo que tan difícil te resulta hacer: pronto te darás cuenta de que los monstruos no son ahora tan grandes como antes te parecían.

Pasaron meses. Años. Y cuando murió mi abuelo, nunca antes yo había llorado tanto. Sé que el llanto sólo sirve para sacar afuera el dolor, pero yo no podía controlarlo.

Días antes de que mi abuelo nos dejara para siempre, me llamó para que le guardara unas cosas suyas en una caja. Eran muchas. Algunas tan interesantes como sus cuadernos de poesías. Solo que yo ignoraba que escribiera poemas.

-Toma –me dijo-. Guárdalos. Te pertenecen por derecho propio. Y no te creas, ¿eh?, que algunos valen la pena. Mira, con éste gané un primer premio de hace unos años. Léelo.
Y eso hice; aunque las lágrimas me impidieron leer más allá de la tercera estrofa.

Mi espíritu de viejo está desierto
de ilusiones. Muerto ya aquel imperio
de juventud, que a recordar no acierto...
(...).

Fue todo un modelo de hombre para mí. Fue mucho lo que aprendí de él. Pero la joya de su corona fue siempre “la didáctica de sus consejos”, consejos sobre los que yo senté los pilares que poco a poco fueron fraguando en la pequeña personita que ahora soy. Gracias a él supe del temple del hombre, de la necesidad y capacidad de entender, de la honradez para hablar y apalabrar..., también del amor, de la humildad... De él aprendí mucho de cuanto sé hoy. Fue importante en mi vida. Por eso lo llevo siempre tan dentro.

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