Aún no tenía claro qué nombre darle, pero el concepto y la manera más ingeniosa de plasmarlo, era ya cosa hecha en su mente. Trasladado al lienzo, ocupaba casi la mitad del mismo, adoptando una forma semicircular. Sobre ella y con mano firme y maestra, el artista de vanguardia iría depositando las distintas capas de colores, comenzando por la base de azul celeste que representaría la inercia rampante, y apilando sucesivamente sobre aquella el anaranjado suave que haría las veces de “lobo con piel de cordero”, el rojo carmesí que correspondería a los ideólogos de “todo para el pueblo sin el pueblo” y finalmente la novedad del morado intenso que funcionaría como “tópico utópico”.
La suma de los cuatro, como había calculado su autor, vendría a dar como resultante un color muy próximo a la opinión que de los representantes de aquel semicírculo, iban asumiendo la gran mayoría de los habitantes del país.
