El jueves pude ver una entrevista a un estudiante implicado en los encierros en las facultades de la Universidad de Barcelona. Fue breve, pues el sujeto formaba parte en ese momento de los grupos de piquetes que impedían el acceso a las aulas de la facultad de geografía e historia.
En esta breve intervención el representante de los estudiantes declaró algunas cosas interesantes. La principal fue su argumento sobre la utilización del diálogo en el movimiento de huelga estudiantil.
La acción en cuestión fue definida como ‘piquete disuasorio’. Algo excelente desde el punto de vista del diálogo: sólo el mejor argumento consigue doblegar al oponente de manera que un diálogo libre se salda con la aceptación de la posición mejor defendida o en tablas.
El caso es que este representante de los estudiantes explicitó que el procedimiento a seguir era, en primer lugar, impedir el acceso a las aulas y forzar el diálogo. Tras la consecución de éste, si las partes no se ponían de acuerdo, se seguía impidiendo el acceso. “Impedir por medio del diálogo”, se esforzó por remarcar el joven.
Las palabras no pueden impedir una acción por la fuerza. Simplemente se mueven en esferas diferentes, en niveles paralelos. La única manera de impedir algo físico por medio de la palabra es precisamente emplearla en convencer intelectualmente, esto es en persuadir, para no hacer tal o cual cosa.
Pero la palabra físicamente es poco más que un golpe de aire. Sólo si construimos palabras con letras sobre soportes sólidos podemos vallar literalmente un acceso con ellas. Si no, si accedemos a entrar en el diálogo y a mostrarnos dialogantes, hemos de aceptar también la posibilidad de ceder ante las capacidades dialécticas del otro. De otra manera no dialogamos ni estamos interesados en dialogar.
Este último punto es, más bien, lo que me pareció que expresaba aquel estudiante en esa entrevista sobre la que hablo. El final de la amena charla universitaria estaba dictado desde el principio, o se aceptaba por el diálogo o se volvía por donde se vino.
Se trataba de una discusión marcada por un fin prefijado, ante un auditorio totalmente entregado a las posiciones afines a este fin y sin un interés real en analizar la propuesta del oponente. Es decir, no había manera de acceder a las aulas.
Así no es posible dialogar con nadie. Claro está, no es posible a menos que entendamos que por el hecho de dialogar el otro ha de aceptar íntegramente todas y cada una de nuestras pretensiones.
Con independencia del sentido de la protesta que se lleve a cabo, este procedimiento no es efectivo para un desarrollo pacífico, que entiendo que es el desarrollo deseado por todos los implicados.
El diálogo era solamente la fachada. En el fondo se exigía la alineación a un orden concreto, un “sí o sí”.