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Fernando Mendikoa

La liga de los estrellados

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Hace ya un tiempo, a alguien se le ocurrió acuñar el término “Liga de las estrellas” para referirse a la competición española. Era otra época, y por aquel entonces desfilaban por los estadios de la 1ª División jugadores de renombre y talla internacional, para convertirla en la más potente a nivel mundial. A decir verdad, durante varios años esto fue así, y sería muy largo y pesado (y, además, muy posiblemente nos dejaríamos a muchos de ellos) recordar aquí la amplia lista de nombres que fueron dando forma a aquella estelar competición, de la que cada día queda menos, como comprobamos jornada tras jornada. A pesar de que aún hay futbolistas que siguen proporcionando brillo a la liga hispana, el nivel de esta ha bajado unos cuantos enteros, hasta llegar a un punto en el que la única comparación posible con aquella reside en el nombre: y pare usted de contar.

No es, en mi opinión, exagerado decir que se ha convertido en una liga del montón; aún superior a algunas como la francesa (y a muchas otras, cierto), pero con un listón ya similar a la Bundesliga o a la italiana. Por no hablar de la Premier, claro, que está a años-luz de cualquier otra, incluida por supuesto la española. Por un lado, tenemos la inapelable y demoledora demostración de sus equipos en la Champions: el año pasado, dos de los tres semifinalistas ingleses se vieron en la final, con triunfo para el Manchester United sobre el Chelsea; en esta ocasión, los cuatro representantes que tenían están ya en cuartos (por tanto, entre los ocho mejores). Todo ello viene corroborado por lo que cada fin de semana se puede ver (disfrutar, habría que decir) en la Premier: ver un partido de la liga inglesa y ver otro (por ejemplo de la española) es como para llevarte a pensar si no se tratará de dos deportes diferentes. Es tal el ritmo que imprimen a los 90 minutos de juego, que da a entender que en otros lugares se juega a cámara lenta, o bien que en esos otros países hay límites de velocidad hasta para jugar al fútbol, dejando por tanto sin efecto cualquier tipo de comparación que se quiera establecer.

Eso por no hablar del nivel arbitral, claro. Ver a un árbitro inglés supone comprobar cómo el estricto desempeño de sus funciones (revestido como está de poder) no tiene que estar relacionado necesariamente con actitudes altivas y chulescas, como cada fin de semana estamos acostumbrados a ver por aquí. Pero ocurre casi siempre, no solo en el arbitraje: hay gente que por llevar un uniforme (sea del tipo que sea) se piensa ya que está por encima del bien y del mal, cuando en realidad no deja de ser un don nadie como cualquiera de nosotros, cosa que comprueban cuando terminan su trabajo y dejan guardado ese uniforme que, al estilo Superman, solo les da fuerza cuando lo llevan puesto. En todo caso, y a lo que vamos: los colegiados ingleses demuestran que una cosa es que sean ellos los encargados de impartir justicia (que, evidentemente, para algo están ahí), y otra muy diferente que por ello se piensen seres superiores, o dioses infalibles.

El nivel del arbitraje en la liga española ha sido, por lo general, bastante mediocre siempre: no lo vamos a descubrir ahora (aunque, hoy día, su muy bien pagada nómina debería obligarles en justa proporción). Pero, al menos, nos contentábamos con esas estrellas que daban un poco de lustre a la competición doméstica. Ahora ni eso nos queda. Salvo algunos nombres que se salvan de la quema, y que todos tenemos en la cabeza (precisamente por eso, por ser tan escasos), el resto no pasa de lo que podemos encontrar en cualquier otra liga europea. De modo que nos encontramos con equipos grandes venidos a menos, otros que se mantienen ahí arriba con ciertas ayuditas de los antes citados (bien de forma velada, o ya directamente sin careta), partidos soporíferos por doquier, y un panorama general desolador, que invita cada vez más a enchufar la parabólica para poder ver eso que llaman “fútbol” (recluido como está ahora en tierras inglesas), y poder recordar así que alguna vez también nosotros tuvimos la ocasión y la suerte de disfrutarlo por aquí.

Tampoco vamos a engañarnos. El nivel que hoy día ofrece una liga como la inglesa viene determinado en gran medida por el mayor poder económico de esos clubes, en detrimento de lo que sucede en el resto de Europa. Magnates, jeques y demás personajes dedicados en esta vida a aprovecharse del trabajo de los demás (cuando no directamente a robar) han visto en Inglaterra el filón para invertir (y quizá de paso clarear) su nunca muy bien explicado dinero. Mientras tanto, el resto, aquellos cuya única posible inversión es llegar a fin de mes, así como esos nostálgicos de lo que un día fue aquella “liga de las estrellas”, solo tienen (me temo) el recurso de mirar al cielo por las noches, a la espera de tiempos mejores. Tiempos que, cierto es, tampoco tenemos muy claro si vendrán.

La liga de los estrellados

Fernando Mendikoa
Fernando Mendikoa
jueves, 19 de marzo de 2009, 14:25 h (CET)
Hace ya un tiempo, a alguien se le ocurrió acuñar el término “Liga de las estrellas” para referirse a la competición española. Era otra época, y por aquel entonces desfilaban por los estadios de la 1ª División jugadores de renombre y talla internacional, para convertirla en la más potente a nivel mundial. A decir verdad, durante varios años esto fue así, y sería muy largo y pesado (y, además, muy posiblemente nos dejaríamos a muchos de ellos) recordar aquí la amplia lista de nombres que fueron dando forma a aquella estelar competición, de la que cada día queda menos, como comprobamos jornada tras jornada. A pesar de que aún hay futbolistas que siguen proporcionando brillo a la liga hispana, el nivel de esta ha bajado unos cuantos enteros, hasta llegar a un punto en el que la única comparación posible con aquella reside en el nombre: y pare usted de contar.

No es, en mi opinión, exagerado decir que se ha convertido en una liga del montón; aún superior a algunas como la francesa (y a muchas otras, cierto), pero con un listón ya similar a la Bundesliga o a la italiana. Por no hablar de la Premier, claro, que está a años-luz de cualquier otra, incluida por supuesto la española. Por un lado, tenemos la inapelable y demoledora demostración de sus equipos en la Champions: el año pasado, dos de los tres semifinalistas ingleses se vieron en la final, con triunfo para el Manchester United sobre el Chelsea; en esta ocasión, los cuatro representantes que tenían están ya en cuartos (por tanto, entre los ocho mejores). Todo ello viene corroborado por lo que cada fin de semana se puede ver (disfrutar, habría que decir) en la Premier: ver un partido de la liga inglesa y ver otro (por ejemplo de la española) es como para llevarte a pensar si no se tratará de dos deportes diferentes. Es tal el ritmo que imprimen a los 90 minutos de juego, que da a entender que en otros lugares se juega a cámara lenta, o bien que en esos otros países hay límites de velocidad hasta para jugar al fútbol, dejando por tanto sin efecto cualquier tipo de comparación que se quiera establecer.

Eso por no hablar del nivel arbitral, claro. Ver a un árbitro inglés supone comprobar cómo el estricto desempeño de sus funciones (revestido como está de poder) no tiene que estar relacionado necesariamente con actitudes altivas y chulescas, como cada fin de semana estamos acostumbrados a ver por aquí. Pero ocurre casi siempre, no solo en el arbitraje: hay gente que por llevar un uniforme (sea del tipo que sea) se piensa ya que está por encima del bien y del mal, cuando en realidad no deja de ser un don nadie como cualquiera de nosotros, cosa que comprueban cuando terminan su trabajo y dejan guardado ese uniforme que, al estilo Superman, solo les da fuerza cuando lo llevan puesto. En todo caso, y a lo que vamos: los colegiados ingleses demuestran que una cosa es que sean ellos los encargados de impartir justicia (que, evidentemente, para algo están ahí), y otra muy diferente que por ello se piensen seres superiores, o dioses infalibles.

El nivel del arbitraje en la liga española ha sido, por lo general, bastante mediocre siempre: no lo vamos a descubrir ahora (aunque, hoy día, su muy bien pagada nómina debería obligarles en justa proporción). Pero, al menos, nos contentábamos con esas estrellas que daban un poco de lustre a la competición doméstica. Ahora ni eso nos queda. Salvo algunos nombres que se salvan de la quema, y que todos tenemos en la cabeza (precisamente por eso, por ser tan escasos), el resto no pasa de lo que podemos encontrar en cualquier otra liga europea. De modo que nos encontramos con equipos grandes venidos a menos, otros que se mantienen ahí arriba con ciertas ayuditas de los antes citados (bien de forma velada, o ya directamente sin careta), partidos soporíferos por doquier, y un panorama general desolador, que invita cada vez más a enchufar la parabólica para poder ver eso que llaman “fútbol” (recluido como está ahora en tierras inglesas), y poder recordar así que alguna vez también nosotros tuvimos la ocasión y la suerte de disfrutarlo por aquí.

Tampoco vamos a engañarnos. El nivel que hoy día ofrece una liga como la inglesa viene determinado en gran medida por el mayor poder económico de esos clubes, en detrimento de lo que sucede en el resto de Europa. Magnates, jeques y demás personajes dedicados en esta vida a aprovecharse del trabajo de los demás (cuando no directamente a robar) han visto en Inglaterra el filón para invertir (y quizá de paso clarear) su nunca muy bien explicado dinero. Mientras tanto, el resto, aquellos cuya única posible inversión es llegar a fin de mes, así como esos nostálgicos de lo que un día fue aquella “liga de las estrellas”, solo tienen (me temo) el recurso de mirar al cielo por las noches, a la espera de tiempos mejores. Tiempos que, cierto es, tampoco tenemos muy claro si vendrán.

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