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Gonzalo G. Velasco

"El luchador": Trozos de carne, trozos de vida

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El escritor Jeph Loeb jugaba en su libro El Artista Torturado con la hipótesis de la existencia de una conspiración global dedicada en cuerpo y alma a hacer sufrir a seres humanos de gran talento potencial para que, a través del arte como fuga, proyectaran ese dolor en obras maestras de distintas disciplinas. Hay algo de eso en la vida de Mickey Rourke, no sólo por haber deambulado por el infierno del olvido sólo para emerger de entre sus llamas convertido en un actor si cabe más rutilante, sino también, y muy especialmente, porque cuando parecía que su resurrección como intérprete iba a adquirir cuerpo propio con el agasajo de un Óscar al mejor actor principal por El Luchador, la última película de Darren Aronofsky, van los que cortan el bacalao del séptimo arte y optan por entregarle la estatuilla a Sean Penn, quien, además de poseer ya una por Mystic River, se limita en esa hagiografía panfletera que es Mi Nombre es Harvey Milk a hacer valer su repertorio de tics de tiqui-taca. Es decir, que en el Kodak Theater han preferido la obviedad impostada antes que la cruda y dura autenticidad. Si Stanislavski levantara la cabeza, estaría revolviéndose en su tumba.

Pero… ¿ qué más da?. Al fin y al cabo los premios solo son premios. Y lo único que puede tasar el valor real de una interpretación es la suma de tiempo y memoria. Cuando ambos factores hagan mella sobre el Harvey Milk de Sean Penn y el Randy The Ram de Mickey Rourke, quedará claro, como suele ocurrir en estas tesituras, que mientras las interpretaciones miméticas están condenadas a perderse como lágrimas en la lluvia, las interpretaciones surgidas de los sentimientos en carne viva, perdurarán para siempre más allá de las puertas de Tannhäuser. Y lo de Rourke en El Luchador es carne viva en todos los sentidos de la palabra. Se podrá decir que la brillantez de su actuación tiene truco porque en realidad se interpreta a sí mismo, pero esto de protagonizar películas es una cuestión de matices, y si ya es complicado interpretarse a uno mismo en la vida real (nos pasamos la existencia intentando perfeccionar nuestras técnicas), mucho más difícil lo es cuando se arrastra un historial como el de Rourke a las espaldas. Su personaje, plagado de recovecos, encarnación de sus propios fantasmas, deviene la película. Se trata de una de esas raras ocasiones, como bien reza su material publicitario, en la que actor, film y protagonista se funden en una misma realidad. Y esta realidad, dirigida con un pulso exquisito por el cada vez más depurado Darren Aronofsky, quien parece haberle pillado el gusto a lo de columpiarse de obra maestra en obra maestra (revisiten ahora mismo esa maravilla adelantada a su tiempo que es La Fuente de La Vida), configura, a la postre, una ficción mucho más auténtica que el mundo que nos rodea.

La crónica de la autodestrucción de un ser humano vista a través de los ojos de Rourke apasiona y apiada al mismo tiempo. Se abordan en ella temas inmortales de gran calado, desde la imposibilidad de redención hasta la soledad afectiva pasando por las secuelas del paso del tiempo sobre el éxito, el cuerpo y el alma, pero siempre con una sutileza que para ciertas cinematografías, y no miro a nadie, sería una quimera.

Randy the Ram, una especie de Hulk Hogan en el ocaso de su carrera, se define a sí mismo como un pedazo de carne vieja que, en un memorable paseo por lo que significa ser humano, se da cuenta de lo infructuoso de sus intentos por recibir algo de amor y termina conformándose con que no le odien. En estos momentos casi confesionales, Rourke devora literalmente la pantalla. Su fulgor como intérprete alcanza cotas de tal intensidad que hasta la también nominada Marisa Tomei, excelente en el papel de una stripper a la que Randy se aferra con desesperación aún a sabiendas de que su sueño jamás se cumplirá, parece acobardarse ante su talento.

El visionado de este film, sencillo en sus formas pero muy complejo en su retrato del pobre hombre que, en un momento dado, podríamos llegar a ser todos, debería ser obligatorio para todo aquel que ame el cine. De principio a fin, aunque a este respecto el fin, con su soberbio plano de cierre, que lo dice todo sin decir apenas nada, su frase lapidaria para enmarcar (“el único lugar donde nadie me hace daño es el ring”) y su precioso tema compuesto por Bruce Springsteen para la ocasión, gana a los puntos. Lo dicho, una auténtica joya. Y si en realidad existe una conspiración para negarle a Rourke el pan y la sal a fin de hacer de él el mejor actor vivo, bienvenidas sean todas sus derrotas en los Óscars. No se la pierdan.

"El luchador": Trozos de carne, trozos de vida

Gonzalo G. Velasco
Gonzalo G. Velasco
sábado, 18 de abril de 2009, 11:13 h (CET)
El escritor Jeph Loeb jugaba en su libro El Artista Torturado con la hipótesis de la existencia de una conspiración global dedicada en cuerpo y alma a hacer sufrir a seres humanos de gran talento potencial para que, a través del arte como fuga, proyectaran ese dolor en obras maestras de distintas disciplinas. Hay algo de eso en la vida de Mickey Rourke, no sólo por haber deambulado por el infierno del olvido sólo para emerger de entre sus llamas convertido en un actor si cabe más rutilante, sino también, y muy especialmente, porque cuando parecía que su resurrección como intérprete iba a adquirir cuerpo propio con el agasajo de un Óscar al mejor actor principal por El Luchador, la última película de Darren Aronofsky, van los que cortan el bacalao del séptimo arte y optan por entregarle la estatuilla a Sean Penn, quien, además de poseer ya una por Mystic River, se limita en esa hagiografía panfletera que es Mi Nombre es Harvey Milk a hacer valer su repertorio de tics de tiqui-taca. Es decir, que en el Kodak Theater han preferido la obviedad impostada antes que la cruda y dura autenticidad. Si Stanislavski levantara la cabeza, estaría revolviéndose en su tumba.

Pero… ¿ qué más da?. Al fin y al cabo los premios solo son premios. Y lo único que puede tasar el valor real de una interpretación es la suma de tiempo y memoria. Cuando ambos factores hagan mella sobre el Harvey Milk de Sean Penn y el Randy The Ram de Mickey Rourke, quedará claro, como suele ocurrir en estas tesituras, que mientras las interpretaciones miméticas están condenadas a perderse como lágrimas en la lluvia, las interpretaciones surgidas de los sentimientos en carne viva, perdurarán para siempre más allá de las puertas de Tannhäuser. Y lo de Rourke en El Luchador es carne viva en todos los sentidos de la palabra. Se podrá decir que la brillantez de su actuación tiene truco porque en realidad se interpreta a sí mismo, pero esto de protagonizar películas es una cuestión de matices, y si ya es complicado interpretarse a uno mismo en la vida real (nos pasamos la existencia intentando perfeccionar nuestras técnicas), mucho más difícil lo es cuando se arrastra un historial como el de Rourke a las espaldas. Su personaje, plagado de recovecos, encarnación de sus propios fantasmas, deviene la película. Se trata de una de esas raras ocasiones, como bien reza su material publicitario, en la que actor, film y protagonista se funden en una misma realidad. Y esta realidad, dirigida con un pulso exquisito por el cada vez más depurado Darren Aronofsky, quien parece haberle pillado el gusto a lo de columpiarse de obra maestra en obra maestra (revisiten ahora mismo esa maravilla adelantada a su tiempo que es La Fuente de La Vida), configura, a la postre, una ficción mucho más auténtica que el mundo que nos rodea.

La crónica de la autodestrucción de un ser humano vista a través de los ojos de Rourke apasiona y apiada al mismo tiempo. Se abordan en ella temas inmortales de gran calado, desde la imposibilidad de redención hasta la soledad afectiva pasando por las secuelas del paso del tiempo sobre el éxito, el cuerpo y el alma, pero siempre con una sutileza que para ciertas cinematografías, y no miro a nadie, sería una quimera.

Randy the Ram, una especie de Hulk Hogan en el ocaso de su carrera, se define a sí mismo como un pedazo de carne vieja que, en un memorable paseo por lo que significa ser humano, se da cuenta de lo infructuoso de sus intentos por recibir algo de amor y termina conformándose con que no le odien. En estos momentos casi confesionales, Rourke devora literalmente la pantalla. Su fulgor como intérprete alcanza cotas de tal intensidad que hasta la también nominada Marisa Tomei, excelente en el papel de una stripper a la que Randy se aferra con desesperación aún a sabiendas de que su sueño jamás se cumplirá, parece acobardarse ante su talento.

El visionado de este film, sencillo en sus formas pero muy complejo en su retrato del pobre hombre que, en un momento dado, podríamos llegar a ser todos, debería ser obligatorio para todo aquel que ame el cine. De principio a fin, aunque a este respecto el fin, con su soberbio plano de cierre, que lo dice todo sin decir apenas nada, su frase lapidaria para enmarcar (“el único lugar donde nadie me hace daño es el ring”) y su precioso tema compuesto por Bruce Springsteen para la ocasión, gana a los puntos. Lo dicho, una auténtica joya. Y si en realidad existe una conspiración para negarle a Rourke el pan y la sal a fin de hacer de él el mejor actor vivo, bienvenidas sean todas sus derrotas en los Óscars. No se la pierdan.

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