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Gabriel Ruiz-Ortega

“Chesil Beach,” de Ian McEwan

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Si la memoria no me falla, estoy casi seguro de que poquísimas veces he escrito sobre novelistas ingleses, cosa imperdonable puesto que la narrativa inglesa tiene exponentes más que atendibles, como Martin Amis, Kazuo Ishiguro, Hanif Kureishi, Julian Barnes y el gran Ian McEwan (Aldershot, 1948).

McEwan es autor de las novelas AMSTERDAN, AMOR PERDURABLE, EXPIACIÓN, sus joyitas más conocidas. A estas se suma su última entrega, motivo de la presente reseña, CHESIL BEACH (2008).

A primera impresión podríamos estar ante una novela escrita a la antigua, al modo decimonónico, en la veta que más interesa el reflejo de la sociedad, con sus virtudes y taras, que en la exploración guiada por un argumento, al modo Balzac, Dumas y Zue. Empero, CHB tiene algo más: el viaje interior de sus dos protagonistas por sus temores y miserias existenciales. Es por ello que no creo del todo acertado cuando se dice que es una mera novela costumbrista. Afirmar aquello es, sencillamente, carecer de un nivel básico de lecturas que socava la valoración de los grandes alcances de esta extraordinaria novela.

Edward y Florence son dos jóvenes que van a pasar su noche de bodas en un hotel de Chesil Beach. Él viene de una familia esforzada, ella de una que lo ha tenido todo. Él es historiador, ella violinista. Ambos se conocieron en una manifestación contra las armas nucleares. Estamos en 1962. Todo marcha perfecto, el noviazgo y la boda han salido tal y como durante meses lo venían pensando. Pero a medida que se acerca el momento en que los dos serán uno en el sexo, afloran las taras y temores que embargan a los debutantes esposos.

Digámoslo de una vez: que no se piense que CHB es una novela sobre la consumación del acto sexual. El autor, a partir de ese tópico, se vale de viajes al pasado, por los que hurga en las personalidades de los jóvenes protagonistas, mostrándonos el por qué de sus ansias y rechazos en la misma noche de bodas. Florence es una mujer de mentalidad abierta, su objetivo es llegar a convertirse en una gran violinista, no piensa en nada que no sean las ejecuciones musicales, también anhela enamorarse, pero aspira al amor a través del platonismo, el sexo es algo que la asquea y repugna. Todo lo contrario con Edward, que todo lo que tiene lo ha conseguido con mucho esfuerzo, sintiéndose engañado por Florence al no querer hacer el amor con él.

McEwan, entonces, nos regala un jugoso fresco de un tipo de pensamiento que marcó las nuevas miras en la segunda mitad del Siglo XX, y que continúa en los inicios del XXI: el de las libertades individuales y colectivas. Como acertadamente suele decirse, la mejor forma de canalizar los recambios cognoscitivos –tal y como ocurrió con LA NÁUSEA y EL EXTRANJERO, si hablamos del existencialismo- es a través de la novela. Obviamente que este tremendo escritor inglés no tuvo la intención de proferir un mensaje parecido gracias al contrabando literario, nada de eso; pero nos queda claro que sí tuvo la intención de escribirlo por el mero placer de hacerlo, porque por medio de CHB McEwan nos acerca a la juventud que estuvo en vísperas a los desencadenamientos de revueltas políticas y hormonales que influyeron en los sesenta y setenta, ergo: su época.

Es cierto que la novela es el género más libre, pero también no menos cierto es que es el más irregular. La perfección siempre ha estado, está y estará en el cuento, la poesía. La excelencia en la parcela de las distancias largas recae en la novela corta, aquella que encierra un mundo limitado pero rico, en donde cada palabra y frase no solo se justifican por sus lados, sino también dependen entre sí; en la que no hay lugar a “ramas” sueltas, la que se resiente mucho si se quita o coloca un ladrillo, lo suficiente para generar el derrumbe de la linda y habitable casa que se construye con ahínco.

Si me lanzaba a escribir esta reseña media hora después de la lectura de CHB, podría haber dicho es una novela perfecta. Pero no, las obligaciones me llevaron a posponer durante días sentarme frente a la pc, lo que me dio tiempo para pensar en esta muestra del innegable talento de McEwan, mientras discutía con escritores que se alucinaban Philip Roth y Jonathan Lethem juntos, y valorarla en su justa dimensión. Es por eso que pienso que el autor debió restarle líneas a Edward y sumarlas a la riqueza y apetecible oscuridad de Florence. Sin embargo, este es un capricho de lector, lo que no desmerece para nada la contundencia y perdurabilidad de CHB. Una obra (casi) maestra, lo cual no es poca cosa.

Editorial: Anagrama

“Chesil Beach,” de Ian McEwan

Gabriel Ruiz-Ortega
Gabriel Ruiz Ortega
sábado, 18 de abril de 2009, 11:13 h (CET)
Si la memoria no me falla, estoy casi seguro de que poquísimas veces he escrito sobre novelistas ingleses, cosa imperdonable puesto que la narrativa inglesa tiene exponentes más que atendibles, como Martin Amis, Kazuo Ishiguro, Hanif Kureishi, Julian Barnes y el gran Ian McEwan (Aldershot, 1948).

McEwan es autor de las novelas AMSTERDAN, AMOR PERDURABLE, EXPIACIÓN, sus joyitas más conocidas. A estas se suma su última entrega, motivo de la presente reseña, CHESIL BEACH (2008).

A primera impresión podríamos estar ante una novela escrita a la antigua, al modo decimonónico, en la veta que más interesa el reflejo de la sociedad, con sus virtudes y taras, que en la exploración guiada por un argumento, al modo Balzac, Dumas y Zue. Empero, CHB tiene algo más: el viaje interior de sus dos protagonistas por sus temores y miserias existenciales. Es por ello que no creo del todo acertado cuando se dice que es una mera novela costumbrista. Afirmar aquello es, sencillamente, carecer de un nivel básico de lecturas que socava la valoración de los grandes alcances de esta extraordinaria novela.

Edward y Florence son dos jóvenes que van a pasar su noche de bodas en un hotel de Chesil Beach. Él viene de una familia esforzada, ella de una que lo ha tenido todo. Él es historiador, ella violinista. Ambos se conocieron en una manifestación contra las armas nucleares. Estamos en 1962. Todo marcha perfecto, el noviazgo y la boda han salido tal y como durante meses lo venían pensando. Pero a medida que se acerca el momento en que los dos serán uno en el sexo, afloran las taras y temores que embargan a los debutantes esposos.

Digámoslo de una vez: que no se piense que CHB es una novela sobre la consumación del acto sexual. El autor, a partir de ese tópico, se vale de viajes al pasado, por los que hurga en las personalidades de los jóvenes protagonistas, mostrándonos el por qué de sus ansias y rechazos en la misma noche de bodas. Florence es una mujer de mentalidad abierta, su objetivo es llegar a convertirse en una gran violinista, no piensa en nada que no sean las ejecuciones musicales, también anhela enamorarse, pero aspira al amor a través del platonismo, el sexo es algo que la asquea y repugna. Todo lo contrario con Edward, que todo lo que tiene lo ha conseguido con mucho esfuerzo, sintiéndose engañado por Florence al no querer hacer el amor con él.

McEwan, entonces, nos regala un jugoso fresco de un tipo de pensamiento que marcó las nuevas miras en la segunda mitad del Siglo XX, y que continúa en los inicios del XXI: el de las libertades individuales y colectivas. Como acertadamente suele decirse, la mejor forma de canalizar los recambios cognoscitivos –tal y como ocurrió con LA NÁUSEA y EL EXTRANJERO, si hablamos del existencialismo- es a través de la novela. Obviamente que este tremendo escritor inglés no tuvo la intención de proferir un mensaje parecido gracias al contrabando literario, nada de eso; pero nos queda claro que sí tuvo la intención de escribirlo por el mero placer de hacerlo, porque por medio de CHB McEwan nos acerca a la juventud que estuvo en vísperas a los desencadenamientos de revueltas políticas y hormonales que influyeron en los sesenta y setenta, ergo: su época.

Es cierto que la novela es el género más libre, pero también no menos cierto es que es el más irregular. La perfección siempre ha estado, está y estará en el cuento, la poesía. La excelencia en la parcela de las distancias largas recae en la novela corta, aquella que encierra un mundo limitado pero rico, en donde cada palabra y frase no solo se justifican por sus lados, sino también dependen entre sí; en la que no hay lugar a “ramas” sueltas, la que se resiente mucho si se quita o coloca un ladrillo, lo suficiente para generar el derrumbe de la linda y habitable casa que se construye con ahínco.

Si me lanzaba a escribir esta reseña media hora después de la lectura de CHB, podría haber dicho es una novela perfecta. Pero no, las obligaciones me llevaron a posponer durante días sentarme frente a la pc, lo que me dio tiempo para pensar en esta muestra del innegable talento de McEwan, mientras discutía con escritores que se alucinaban Philip Roth y Jonathan Lethem juntos, y valorarla en su justa dimensión. Es por eso que pienso que el autor debió restarle líneas a Edward y sumarlas a la riqueza y apetecible oscuridad de Florence. Sin embargo, este es un capricho de lector, lo que no desmerece para nada la contundencia y perdurabilidad de CHB. Una obra (casi) maestra, lo cual no es poca cosa.

Editorial: Anagrama

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