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La crisis de los viejos |
Mario López |
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Mario López
viernes, 6 de febrero de 2009, 11:40 h (CET)
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A mi provecta edad, un ciudadano de este país tan legendario, próspero y gentil, no debería caer presa de las hamburguesas con cebollinos y sí debería regalarse con los manjares de Ferrand Adria, Abraham García, Juan Mari Arzak o Esther Cañadas. Que de toda la vida, en este país, se ha venido diciendo que la veteranía es un grado.
Pues un solo grado de calor humano es lo que me queda. Es decir –al uso turolense- ya están los relonchelicos cebándose con mi alma. Un país tan imperial, como el nuestro, no debería consentir que sus paisanos peinen canas sin pan que llevarse a la boca. Y no hablo del pan de las tahonas sino de ese otro tan milagroso que convierte la existencia en vida. No me he puesto a contar los colegas de mi generación que estamos en el paro. Ni ganas me quedan de hacerlo. Eso se hacía en la mili, más que nada por repartir chuscos y guardias. Y uno ya no está en edad. Un país que no es capaz de regalar a sus mayores días de vino y rosas no merece ni el nombre. Menos mal que aún me queda este ordenador y el injustificable afán de escribir cartas. Cartas acerbas, llenas de resentimiento y desazón. Pero es lo único que me da contento. Así que por ahora, y mientras que el borde del sepulcro no se escurra bajo mi sombra, abriéndome el abismo a la eternidad, seguiré escribiendo cartas y mandándolas a la prensa. El día que me publiquen una carta, encenderé una llama blanca. El día que no me publiquen ninguna, apagaré una llama negra. Y en este lunático juego de artificios, devoraré para siempre los días con sus penas.
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