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Fernando Mendikoa

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Estamos en tiempos de rebajas. De lo que se trata es de paliar en lo posible eso que vulgarmente conocemos como “cuesta de enero”, y ya de paso poder sobrellevar, otro nuevo mes, eso que (de forma menos vulgar, y sí mucho más real) llamamos "crisis". Pero es verdad: la inmensa mayoría tenemos cuestas cada mes del año, invariablemente, de modo que algo preparados sí que estamos ya para este tipo de incidencias, no podemos decir que no. Es la costumbre. Y en lo que al fútbol respecta, sabido es que este primer mes de cada año sirve para arreglar, en lo posible, esos pequeños (o grandes, porque de todo hay) desperfectos que la competición ha ido dejando por el camino de cada equipo. Desperfectos en forma de lesiones, o bien de malas situaciones clasificatorias, que en cualquier caso necesitan del concurso de soluciones inmediatas.

A lo largo de estos meses, las inmaculadas intenciones con que cada equipo saltaba a la competición han ido tomando cuerpo en muy contados casos, mientras que en el resto ese mismo paso del tiempo no ha hecho sino confirmar y concretar una serie de problemas en el edificio que, de no mediar arreglo (y casi siempre de forma urgente), amenazan con echar abajo toda la estructura, hasta sus mismísimos cimientos. Y es por ello que los directivos se afanan en la búsqueda de soluciones, que unas veces pasan por sacar del banquillo a patadas a aquel inquilino a quien en su día estrecharon la mano y abrazaron como si de un amor para toda la vida se tratara, y a veces pasan por buscar en el mercado a ese jugador-milagro que arregle todos los males; y a precio de saldo, a ser posible. Y claro: es inevitable establecer comparaciones.

En esta suerte de mercadillo, donde todo se compra y se vende al mejor postor (y en el que todos los actores salen ganando, tampoco lo olvidemos), sucede como en la vida misma. Las mercancías se colocan a la vista de los ávidos compradores, se establece un precio de partida que un buen negociador podrá hacer variar hasta cuadrarlo con su previsión, y todos quedan satisfechos: al menos, una vez cerrado el pacto; otra cosa es lo que suceda después. El club vendedor saca tajada, el comprador tiene un refuerzo para intentar el milagro (y, en cualquier caso, para mantener a los fieles a raya), y el jugador, junto a su representante, se lleva asimismo un buen pellizco de la operación. Y, al igual que en los citados mercadillos, sucede asimismo que, mientras no lleguemos a casa y no nos las probemos de verdad, no sabremos si dichas gangas resultarán tan prácticas como su apariencia auguraba, o si muy al contrario pasarán al fondo de armario, y no precisamente para lucirlas ocasionalmente en alguna fiesta, sino más bien para ponérselas cuando de limpiar la casa se trate. Son a veces los riesgos de comprar más con el corazón que con la cabeza.

Nombres ilustres, y otros no tanto, asaltan estos días las páginas de los periódicos y llenan asimismo minutos y más minutos en cualquier emisora de radio o en la televisión. Son aquellos en quienes las masas ponen toda su esperanza, entre otras cosas porque a estas les han hecho creer que su vida debe estar más pendiente del fútbol (y de todo lo superficial) que de otras cuestiones, demasiado peligrosas si se convierten en centrales en el motor diario de la gente. En todo caso, cuestiones demasiado propias y vitales como para poder obviarlas: aún así (y curiosamente), lo consiguen. Y es así como, por ejemplo, vemos manifestaciones por el no descenso de un equipo, pero jamás vemos a nadie protestar porque a diario nos roben al comprar una casa donde poder vivir, o tengamos que mendigar un puesto de trabajo o un salario digno. En verdad, hay que reconocer que lo han conseguido. Y es por todo ello que estas inofensivas masas abrazan con fervor religioso el icono del nuevo salvador, obviando que hay otros problemas mucho más importantes y apremiantes, y que desde luego jamás podrá solventar su nuevo ídolo.

Y lo peor de todo es que, además, estos sufridos y abnegados aficionados no son conscientes de que la razón de que ese jugador haya recalado en su equipo, y no en el rival, no obedece a cuestiones deportivas, y mucho menos sentimentales: muy al contrario, un puñado de dólares tienen la explicación última. A fin de cuentas, y aunque los aficionados lo vivan de una manera bien distinta, fichar por uno o por otro no significa demasiado para estas estrellas del balompié, que curiosa e inevitablemente siempre acaban recalando en el equipo de su vida, y con el que soñaron desde pequeños. Cojan cualquier ejemplo, y llegaremos a la misma conclusión: tan solo la oferta que se pone encima de la mesa es definitiva a la hora de que un jugador se decida por uno u otro club, lo que implica en última instancia que la confección de las plantillas responde a una única cuestión (y, si no única, sí desde luego principal): el dinero. Y que, a partir de ahí, y en función de él, es como (en gran medida) se alzan los trofeos finalmente. Es cierto: los títulos no siempre los ganan los que más dinero tienen, y existen pruebas suficientes de ello. Pero tan cierto como esto, o incluso mucho más, es que jamás los ganan, ni los ganarán, los que no lo tienen.

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Fernando Mendikoa
Fernando Mendikoa
miércoles, 21 de enero de 2009, 09:29 h (CET)
Estamos en tiempos de rebajas. De lo que se trata es de paliar en lo posible eso que vulgarmente conocemos como “cuesta de enero”, y ya de paso poder sobrellevar, otro nuevo mes, eso que (de forma menos vulgar, y sí mucho más real) llamamos "crisis". Pero es verdad: la inmensa mayoría tenemos cuestas cada mes del año, invariablemente, de modo que algo preparados sí que estamos ya para este tipo de incidencias, no podemos decir que no. Es la costumbre. Y en lo que al fútbol respecta, sabido es que este primer mes de cada año sirve para arreglar, en lo posible, esos pequeños (o grandes, porque de todo hay) desperfectos que la competición ha ido dejando por el camino de cada equipo. Desperfectos en forma de lesiones, o bien de malas situaciones clasificatorias, que en cualquier caso necesitan del concurso de soluciones inmediatas.

A lo largo de estos meses, las inmaculadas intenciones con que cada equipo saltaba a la competición han ido tomando cuerpo en muy contados casos, mientras que en el resto ese mismo paso del tiempo no ha hecho sino confirmar y concretar una serie de problemas en el edificio que, de no mediar arreglo (y casi siempre de forma urgente), amenazan con echar abajo toda la estructura, hasta sus mismísimos cimientos. Y es por ello que los directivos se afanan en la búsqueda de soluciones, que unas veces pasan por sacar del banquillo a patadas a aquel inquilino a quien en su día estrecharon la mano y abrazaron como si de un amor para toda la vida se tratara, y a veces pasan por buscar en el mercado a ese jugador-milagro que arregle todos los males; y a precio de saldo, a ser posible. Y claro: es inevitable establecer comparaciones.

En esta suerte de mercadillo, donde todo se compra y se vende al mejor postor (y en el que todos los actores salen ganando, tampoco lo olvidemos), sucede como en la vida misma. Las mercancías se colocan a la vista de los ávidos compradores, se establece un precio de partida que un buen negociador podrá hacer variar hasta cuadrarlo con su previsión, y todos quedan satisfechos: al menos, una vez cerrado el pacto; otra cosa es lo que suceda después. El club vendedor saca tajada, el comprador tiene un refuerzo para intentar el milagro (y, en cualquier caso, para mantener a los fieles a raya), y el jugador, junto a su representante, se lleva asimismo un buen pellizco de la operación. Y, al igual que en los citados mercadillos, sucede asimismo que, mientras no lleguemos a casa y no nos las probemos de verdad, no sabremos si dichas gangas resultarán tan prácticas como su apariencia auguraba, o si muy al contrario pasarán al fondo de armario, y no precisamente para lucirlas ocasionalmente en alguna fiesta, sino más bien para ponérselas cuando de limpiar la casa se trate. Son a veces los riesgos de comprar más con el corazón que con la cabeza.

Nombres ilustres, y otros no tanto, asaltan estos días las páginas de los periódicos y llenan asimismo minutos y más minutos en cualquier emisora de radio o en la televisión. Son aquellos en quienes las masas ponen toda su esperanza, entre otras cosas porque a estas les han hecho creer que su vida debe estar más pendiente del fútbol (y de todo lo superficial) que de otras cuestiones, demasiado peligrosas si se convierten en centrales en el motor diario de la gente. En todo caso, cuestiones demasiado propias y vitales como para poder obviarlas: aún así (y curiosamente), lo consiguen. Y es así como, por ejemplo, vemos manifestaciones por el no descenso de un equipo, pero jamás vemos a nadie protestar porque a diario nos roben al comprar una casa donde poder vivir, o tengamos que mendigar un puesto de trabajo o un salario digno. En verdad, hay que reconocer que lo han conseguido. Y es por todo ello que estas inofensivas masas abrazan con fervor religioso el icono del nuevo salvador, obviando que hay otros problemas mucho más importantes y apremiantes, y que desde luego jamás podrá solventar su nuevo ídolo.

Y lo peor de todo es que, además, estos sufridos y abnegados aficionados no son conscientes de que la razón de que ese jugador haya recalado en su equipo, y no en el rival, no obedece a cuestiones deportivas, y mucho menos sentimentales: muy al contrario, un puñado de dólares tienen la explicación última. A fin de cuentas, y aunque los aficionados lo vivan de una manera bien distinta, fichar por uno o por otro no significa demasiado para estas estrellas del balompié, que curiosa e inevitablemente siempre acaban recalando en el equipo de su vida, y con el que soñaron desde pequeños. Cojan cualquier ejemplo, y llegaremos a la misma conclusión: tan solo la oferta que se pone encima de la mesa es definitiva a la hora de que un jugador se decida por uno u otro club, lo que implica en última instancia que la confección de las plantillas responde a una única cuestión (y, si no única, sí desde luego principal): el dinero. Y que, a partir de ahí, y en función de él, es como (en gran medida) se alzan los trofeos finalmente. Es cierto: los títulos no siempre los ganan los que más dinero tienen, y existen pruebas suficientes de ello. Pero tan cierto como esto, o incluso mucho más, es que jamás los ganan, ni los ganarán, los que no lo tienen.

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