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Convertirse a sí mismo es cambiar la mentalidad

La cuaresma que deseo

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Hoy, por ayer, la Iglesia da rienda suelta al tiempo de Cuaresma, tiempo de purificación e iluminación para alcanzar en debidas condiciones la Pascua de Resurrección; se inicia con la imposición de la ceniza para recordarnos que somos polvo y que en ello debemos convertirnos, a pesar que desde un tiempo a hoy son muchísimos los que están hecho polvo aunque medio visos; vamos, que vienen a recordarnos que seremos fiambres, hecho archiconocido por todo bicho viviente.

En la actualidad, me dicen lo que de esto saben un rato largo, que el sacerdote al imponer la ceniza al creyente le envía este mandato: “¡conviértete!”.

Convertirse a sí mismo es cambiar la mentalidad, hecho que en griego se conoce por “metanoia” y que en lenguaje popular podría ser aquello de “darle la vuelta al calcetín”, o sea, ser tú mismo y no lo que han hecho de ti durante el tiempo mundano de carnaval en el que parte del personal se ha revestido de máscaras y disfraces externas.

Se trataría, pues, de desenmascararnos, de arrojar todos los roles y antifaces con los que deambulamos por este jodido mundo, y no me refiero, lógicamente a trapos, sino a los mil disfraces que nos colocamos, según a los lugares y/o actos a los que asistimos, y con los que tratamos de embaucar a los demás, sin caer en la cuenta de que somos nosotros mismos los engañados.

Si fuese cierto, que pudiera ser, que el nacido en Belén resucitó, sobra en verdad todo este sacrificio de creer que sigue resucitando cada año; apostaría, durante estos cuarenta días por resucitar en mí toda aquella inocencia que tuve durante mi niñez y que fue desarbolada con el paso del tiempo, me gustaría poseer la fe del carbonerillo y conseguir que lo difícil fuese fácil, saborear cada instante como si se tratase del último de mi existencia y cargarlo de intensa vida, desearía presentarme ante el mundo totalmente desnudo de harapos de codicia y envidia, y amar a hombres y mujeres como cuentan los evangelios que Él amó a los suyos.

En resumen, resucitar a la vida con mayúsculas y pasar por este mundo haciendo el bien sin algaradas y, a ser posible, en el más absoluto de los silencios.

La cuaresma que deseo

Convertirse a sí mismo es cambiar la mentalidad
José García Pérez
jueves, 11 de febrero de 2016, 08:27 h (CET)
Hoy, por ayer, la Iglesia da rienda suelta al tiempo de Cuaresma, tiempo de purificación e iluminación para alcanzar en debidas condiciones la Pascua de Resurrección; se inicia con la imposición de la ceniza para recordarnos que somos polvo y que en ello debemos convertirnos, a pesar que desde un tiempo a hoy son muchísimos los que están hecho polvo aunque medio visos; vamos, que vienen a recordarnos que seremos fiambres, hecho archiconocido por todo bicho viviente.

En la actualidad, me dicen lo que de esto saben un rato largo, que el sacerdote al imponer la ceniza al creyente le envía este mandato: “¡conviértete!”.

Convertirse a sí mismo es cambiar la mentalidad, hecho que en griego se conoce por “metanoia” y que en lenguaje popular podría ser aquello de “darle la vuelta al calcetín”, o sea, ser tú mismo y no lo que han hecho de ti durante el tiempo mundano de carnaval en el que parte del personal se ha revestido de máscaras y disfraces externas.

Se trataría, pues, de desenmascararnos, de arrojar todos los roles y antifaces con los que deambulamos por este jodido mundo, y no me refiero, lógicamente a trapos, sino a los mil disfraces que nos colocamos, según a los lugares y/o actos a los que asistimos, y con los que tratamos de embaucar a los demás, sin caer en la cuenta de que somos nosotros mismos los engañados.

Si fuese cierto, que pudiera ser, que el nacido en Belén resucitó, sobra en verdad todo este sacrificio de creer que sigue resucitando cada año; apostaría, durante estos cuarenta días por resucitar en mí toda aquella inocencia que tuve durante mi niñez y que fue desarbolada con el paso del tiempo, me gustaría poseer la fe del carbonerillo y conseguir que lo difícil fuese fácil, saborear cada instante como si se tratase del último de mi existencia y cargarlo de intensa vida, desearía presentarme ante el mundo totalmente desnudo de harapos de codicia y envidia, y amar a hombres y mujeres como cuentan los evangelios que Él amó a los suyos.

En resumen, resucitar a la vida con mayúsculas y pasar por este mundo haciendo el bien sin algaradas y, a ser posible, en el más absoluto de los silencios.

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