Hay una característica del ser humano que me fascina por encima de muchas otras: la facultad para creer que se está en posesión de la verdad. Esa facultad me plantea algunos problemas a la hora de encarar el tema.
El primero es que una búsqueda con objetivo puede solamente terminar de dos maneras: encontrando o no el objeto de la búsqueda. En ese rastreo cualquier pequeño hallazgo se toma como un indicio del objeto (como quien busca una fuente en la montaña sigue en el camino la tierra húmeda).
Pensar que la búsqueda del objeto es una búsqueda objetiva, descargada del peso de la tradición, creo que es sobrevalorar el ingenio del ser humano. En efecto, todos y cada uno de los hitos que marcan la subida hacia la verdad son seleccionados antes por nuestras inclinaciones que por nuestra investigación.
El segundo problema es, en realidad, derivado del primero. Claro, la experimentación de la verdad al ser hallada (Russell decía que sólo puede conocerse el significado de los nombres al experimentar el objeto al cual hacen referencia), aporta una convicción absoluta de la realidad de la experiencia. El caso es que, como la elección del objeto a percibir ha sufrido el sesgo de nuestra elección viciada -seguramente mucho más de lo que podamos imaginar- la verdad toma direcciones esencialmente distintas en cada comunidad e incluso dentro de la misma.
Parece que la postura más prudente llegado el caso, y en la medida de lo posible, sería el famoso escepticismo metodológico. A saber, aquella posición que entiende que hay cuestiones en las cuales el entendimiento humano no puede adentrarse sin encontrar refugio en palabras intencionadamente vacías a la hora de establecer fronteras rígidas. Esto nos lleva al tercer problema.
Este tercero, es que optar por la posición del escepticismo metodológico supone que uno cree que la verdadera opción correcta es el propio escepticismo metodológico. Porque, si uno creyese que la opción más correcta es otra estaría faltando a la búsqueda de la verdad optando por una vía menos perfecta.
Planteado de esta manera, la solución menos agresiva que se me ocurre es quedarse con la opción más prudente. El escepticismo como método permite jugar con las fronteras ajenas dudando primeramente de las propias. Así, uno se obliga a ver con los ojos de otro. Es muy probable que esto provoque en más de una ocasión la sensación de no estar seguro de nada, de andar de oasis en oasis como nómadas en el desierto permaneciendo en cada uno el tiempo necesario hasta volver a partir.
Sólo quienes moran permanentemente en esos oasis pueden aseguran fehacientemente que sus posturas son absolutamente ciertas. Los nómadas del desierto, como ha dicho Josep Montserrat en algún sitio, no podemos permitirnos esos lujos.