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Dos tetas arrastran más que dos carretas

Los postizos y las postizas

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Cuando muere un familiar hay duelo. Si quien muere es el padre o la madre, el dolor es más profundo. Puede ser que los hijos hayan tenido entre ellos algún desencuentro anteriormente, pero la muerte de sus padres supone un elemento de unión, porque los padres son nuestras raíces, y el fallecimiento de los padres hace reverdecer esa unión, quizá deteriorada por la vida, que ellos hubieran deseado para sus hijos. Diga lo que diga su testamento, hay algo que, aunque no venga explícitamente expresado, es voluntad de todo padre o madre al morir: “Que os queráis”.

Esta voluntad no expresa del fallecido está presente en los primeros momentos del duelo y dura un tiempo. Pero el tiempo cura las heridas, también las del alma. El peligro de la curación de estas últimas es que el alma puede volverse insensible, de modo que la muerte de los padres llegue a ser algo acostumbrado y rutinario: El muerto al hoyo y el vivo al bollo.

El duelo dura lo que dure la sensibilidad del amor filial, con la que se ven las cosas de una manera. Posterior al duelo, pasan las cosas a verse de otra manera, de modo que al dolor por la ausencia del ser querido siguen otro tipo de cuestiones, en concreto el tema de la herencia, aunque no sea más que porque los hijoputas de Hacienda están como alimañas para cobrar el impuesto de sucesiones en el plazo de 6 meses desde la muerte del “causante”, palabra eufemista que viene a designar al que la ha palmado, y por tanto, el causante del follón que se ha montado con su fallecimiento, esto es, la pelea por los despojos, que protagonizarán sus herederos a instancias de los postizos y postizas, también llamados de otros modos: consortes, parientes políticos, yernos, nueras, etc.

Siempre se ha dicho que un hijo es un hijo o que una hija es una hija, para distinguirlos de los postizos. A mi modo de ver, el verdadero cariño de un hombre o una mujer, aparte de amar y ser amado o amada por su cónyuge, es conseguir que su suegro o suegra le quiera igual que a su hijo o hija, esto es, que no solo no le llame interiormente postizo, sino que ni siquiera se plantee que el cónyuge de su hijo o hija es un postizo o postiza. Conseguir esto es fruto de toda la vida, del amor de toda la vida, de tomar por padres a los padres del cónyuge, y de tomar por hijo o hija al conyuge de la hija o el hijo.

Si esto se consigue, en el momento de la muerte no habrá problemas. De lo contrario, no solo habrá problemas durante la vida de los padres, sino más al morir estos porque los postizos y las postizas verán a los suegros como un medio para acrecentar el patrimonio familiar, y su muerte como el ansiado momento. Y más las postizas que los postizos, quizá porque, como dice el refrán, dos tetas arrastran más que dos carretas.

El resultado de este arrastre, azuzado por los de Hacienda, es que antes de 6 meses de producido el deceso del causante (¿qué bien queda, nooo?), se produce una gresca familiar en donde cada cual tira para su lado de la masa hereditaria, al principio con mayor o menor bronca; después, en el juzgado, y lo que antaño eran hermanos, se convierten en enemigos irreconciliables que no solo no se hablarán en el resto de sus vidas, sino que transmitirán a sus respectivos hijos la inquina y el odio hacia sus tíos y primos.

Y todo por un dinero que antes de morir sus padres no tenían, a pesar de lo cual, vivían bien. Un dinero que ellos también, a su debido tiempo, tendrán que dejar en esta tierra en el momento en que adquieran la consideración fiscal de causantes, y que provocará, si sus hijos han seguido el mismo camino que ellos, una gresca similar en el seno de la siguiente generación de causahabientes.

Ya vemos que el secreto para que no pasen estas cosas es el amor, un amor que lleve a que nadie sea postizo o postiza. Porque de esa manera, al morir el causante, su muerte será causa de amor entre sus hijos, palabra que englobará a estos y a sus cónyuges, los cuales preferirán mil veces perder de sus derechos económicos en aras de la paz familiar y del amor entre hermanos, mucho más sabroso que unos cuantos miles de euros que, tarde o temprano habrán de dejar ellos también en esta tierra.

Los postizos y las postizas

Dos tetas arrastran más que dos carretas
Antonio Moya Somolinos
domingo, 17 de enero de 2016, 10:56 h (CET)
Cuando muere un familiar hay duelo. Si quien muere es el padre o la madre, el dolor es más profundo. Puede ser que los hijos hayan tenido entre ellos algún desencuentro anteriormente, pero la muerte de sus padres supone un elemento de unión, porque los padres son nuestras raíces, y el fallecimiento de los padres hace reverdecer esa unión, quizá deteriorada por la vida, que ellos hubieran deseado para sus hijos. Diga lo que diga su testamento, hay algo que, aunque no venga explícitamente expresado, es voluntad de todo padre o madre al morir: “Que os queráis”.

Esta voluntad no expresa del fallecido está presente en los primeros momentos del duelo y dura un tiempo. Pero el tiempo cura las heridas, también las del alma. El peligro de la curación de estas últimas es que el alma puede volverse insensible, de modo que la muerte de los padres llegue a ser algo acostumbrado y rutinario: El muerto al hoyo y el vivo al bollo.

El duelo dura lo que dure la sensibilidad del amor filial, con la que se ven las cosas de una manera. Posterior al duelo, pasan las cosas a verse de otra manera, de modo que al dolor por la ausencia del ser querido siguen otro tipo de cuestiones, en concreto el tema de la herencia, aunque no sea más que porque los hijoputas de Hacienda están como alimañas para cobrar el impuesto de sucesiones en el plazo de 6 meses desde la muerte del “causante”, palabra eufemista que viene a designar al que la ha palmado, y por tanto, el causante del follón que se ha montado con su fallecimiento, esto es, la pelea por los despojos, que protagonizarán sus herederos a instancias de los postizos y postizas, también llamados de otros modos: consortes, parientes políticos, yernos, nueras, etc.

Siempre se ha dicho que un hijo es un hijo o que una hija es una hija, para distinguirlos de los postizos. A mi modo de ver, el verdadero cariño de un hombre o una mujer, aparte de amar y ser amado o amada por su cónyuge, es conseguir que su suegro o suegra le quiera igual que a su hijo o hija, esto es, que no solo no le llame interiormente postizo, sino que ni siquiera se plantee que el cónyuge de su hijo o hija es un postizo o postiza. Conseguir esto es fruto de toda la vida, del amor de toda la vida, de tomar por padres a los padres del cónyuge, y de tomar por hijo o hija al conyuge de la hija o el hijo.

Si esto se consigue, en el momento de la muerte no habrá problemas. De lo contrario, no solo habrá problemas durante la vida de los padres, sino más al morir estos porque los postizos y las postizas verán a los suegros como un medio para acrecentar el patrimonio familiar, y su muerte como el ansiado momento. Y más las postizas que los postizos, quizá porque, como dice el refrán, dos tetas arrastran más que dos carretas.

El resultado de este arrastre, azuzado por los de Hacienda, es que antes de 6 meses de producido el deceso del causante (¿qué bien queda, nooo?), se produce una gresca familiar en donde cada cual tira para su lado de la masa hereditaria, al principio con mayor o menor bronca; después, en el juzgado, y lo que antaño eran hermanos, se convierten en enemigos irreconciliables que no solo no se hablarán en el resto de sus vidas, sino que transmitirán a sus respectivos hijos la inquina y el odio hacia sus tíos y primos.

Y todo por un dinero que antes de morir sus padres no tenían, a pesar de lo cual, vivían bien. Un dinero que ellos también, a su debido tiempo, tendrán que dejar en esta tierra en el momento en que adquieran la consideración fiscal de causantes, y que provocará, si sus hijos han seguido el mismo camino que ellos, una gresca similar en el seno de la siguiente generación de causahabientes.

Ya vemos que el secreto para que no pasen estas cosas es el amor, un amor que lleve a que nadie sea postizo o postiza. Porque de esa manera, al morir el causante, su muerte será causa de amor entre sus hijos, palabra que englobará a estos y a sus cónyuges, los cuales preferirán mil veces perder de sus derechos económicos en aras de la paz familiar y del amor entre hermanos, mucho más sabroso que unos cuantos miles de euros que, tarde o temprano habrán de dejar ellos también en esta tierra.

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