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Pascual Falces

Incómodo, pero me felicitan

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Con tal comentario, entre otros, saludó a este columnista el pasado sábado, Epifanio del Cristo Martínez. Anda por la Sierra ataviado de “hombre de las nieves” en cumplida visita navideña a sus hijos y nietos (se juntan todos para Nochebuena; los ocho hijos, seis yernos, dos nueras, y veinticinco nietos, en la casa del “molineru”, el decano de los yernos -un paisano asturiano que hizo fortuna con los anuncios del “palancas”, q.e.p.d.-). Venía a cuento el saludo, por algo que había oído mencionar a la Presidenta de la Comunidad de Madrid, acerca de que era partidaria de volver a establecer en la educación la “cultura del esfuerzo” (¡). Él, a sus cerca de ochenta años, se considera un “ejemplar” casi fosilizado de aquella Cultura. Algo así, para entendernos, como la de Neanderthal, Cro-Magnon, o El Algar, por no remontarse a la del Bronce o Magdaleniense, por lo que le había llamado poderosamente la atención que Doña Esperanza haya tirado del “baúl de los recuerdos” para añorar aquella época donde “a base de codos”, los niños llegaban a hacerse “hombres de provecho”, que no en otra cosa reside el secreto de tal cultura.

Bueno, también tiene algún otro secretillo, y es el que está grabado sobre piedra en la fachada de la Universidad de Salamanca, y que reza de esta guisa: “Quod natura non dat, Salmantica non prestat” (lo que la naturaleza no da, Salamanca no presta), significando, que, el que nace zote (muy torpe), no consigue títulos. O sea, que todos somos iguales, sólo que “unos más que otros”; se vea como se vea, es así. Los fundamentos de la mencionada cultura también están llenos de latinajos en sus raíces, tales como el “trivium” y el “quadrivium”, conjunto de estudios de las Universidades del Renacimiento con los que llegó a componerse un árduo pero completo Bachillerato donde se aprendía “todo de todo” hasta mediados del pasado siglo XX, y que se coronaban con una espectacular Reválida en que, en unas horas, el aspirante al Título de Bachiller era examinado de cualquier tema aprendido en los siete años anteriores de continuados estudios.

El mencionado esfuerzo intelectual iba acompañado de severa disciplina en la que las “comodidades” actualmente “imprescindibles”, tales como la calefacción o el aire acondicionado, por no mencionar las “play station”, estaban por inventarse. Los rudimentos de deporte eran la única expansión, desahogo, o descanso de la “cultura del esfuerzo”. La “forja de hombres” no admitía otra clase de blandenguerías. La semana tenía seis días, y éstos, nueve horas. Tan sólo la canícula veraniega imponía una obligada interrupción, y una o dos materias atrasadas podían ser la única rémora que se arrastrara de curso en curso.

Sin embargo, y a pesar de todo, aunque parezca un cardo nacido en un campo de “concentración”, Epifanio se sentía satisfecho de haber sido parte de aquella Cultura. Una vez egresado del Centro de Educación Media, y posteriormente de la Universidad (con parecido sistema, algo más relajado), nadie le regaló nada, y hubo de “hacerse un lugar” en la Sociedad; de “situarse” como se acostumbraba a decir. Formó un hogar con una familia numerosa ( años más tarde). Terminó cansándose, y ahora vive, hace diez años, un tranquilo retiro en el que cultiva aspectos de su cultura que las obligaciones no le dieron tiempo de desarrollar. Y, lo que le tiene sorprendido es que algunos amigos que acuden a saludarle hasta su lejano Valle del Cauca –donde les escucha tumbado sobre la hamaca de henequén mientras teclea el portátil-, le felicitan a la par que confiesan su envidia, a la vez que él no deja de interrogarse sobre si sabrá Doña Esperanza lo que significa eso de aplicar la Cultura del esfuerzo. Es evidente que esta mujer ha perdido el “norte”, repite mascullando. O se quita a Rajoy de delante, o termina de castañera en la madrileña Puerta del Sol.

Incómodo, pero me felicitan

Pascual Falces
Pascual Falces
jueves, 18 de diciembre de 2008, 01:18 h (CET)
Con tal comentario, entre otros, saludó a este columnista el pasado sábado, Epifanio del Cristo Martínez. Anda por la Sierra ataviado de “hombre de las nieves” en cumplida visita navideña a sus hijos y nietos (se juntan todos para Nochebuena; los ocho hijos, seis yernos, dos nueras, y veinticinco nietos, en la casa del “molineru”, el decano de los yernos -un paisano asturiano que hizo fortuna con los anuncios del “palancas”, q.e.p.d.-). Venía a cuento el saludo, por algo que había oído mencionar a la Presidenta de la Comunidad de Madrid, acerca de que era partidaria de volver a establecer en la educación la “cultura del esfuerzo” (¡). Él, a sus cerca de ochenta años, se considera un “ejemplar” casi fosilizado de aquella Cultura. Algo así, para entendernos, como la de Neanderthal, Cro-Magnon, o El Algar, por no remontarse a la del Bronce o Magdaleniense, por lo que le había llamado poderosamente la atención que Doña Esperanza haya tirado del “baúl de los recuerdos” para añorar aquella época donde “a base de codos”, los niños llegaban a hacerse “hombres de provecho”, que no en otra cosa reside el secreto de tal cultura.

Bueno, también tiene algún otro secretillo, y es el que está grabado sobre piedra en la fachada de la Universidad de Salamanca, y que reza de esta guisa: “Quod natura non dat, Salmantica non prestat” (lo que la naturaleza no da, Salamanca no presta), significando, que, el que nace zote (muy torpe), no consigue títulos. O sea, que todos somos iguales, sólo que “unos más que otros”; se vea como se vea, es así. Los fundamentos de la mencionada cultura también están llenos de latinajos en sus raíces, tales como el “trivium” y el “quadrivium”, conjunto de estudios de las Universidades del Renacimiento con los que llegó a componerse un árduo pero completo Bachillerato donde se aprendía “todo de todo” hasta mediados del pasado siglo XX, y que se coronaban con una espectacular Reválida en que, en unas horas, el aspirante al Título de Bachiller era examinado de cualquier tema aprendido en los siete años anteriores de continuados estudios.

El mencionado esfuerzo intelectual iba acompañado de severa disciplina en la que las “comodidades” actualmente “imprescindibles”, tales como la calefacción o el aire acondicionado, por no mencionar las “play station”, estaban por inventarse. Los rudimentos de deporte eran la única expansión, desahogo, o descanso de la “cultura del esfuerzo”. La “forja de hombres” no admitía otra clase de blandenguerías. La semana tenía seis días, y éstos, nueve horas. Tan sólo la canícula veraniega imponía una obligada interrupción, y una o dos materias atrasadas podían ser la única rémora que se arrastrara de curso en curso.

Sin embargo, y a pesar de todo, aunque parezca un cardo nacido en un campo de “concentración”, Epifanio se sentía satisfecho de haber sido parte de aquella Cultura. Una vez egresado del Centro de Educación Media, y posteriormente de la Universidad (con parecido sistema, algo más relajado), nadie le regaló nada, y hubo de “hacerse un lugar” en la Sociedad; de “situarse” como se acostumbraba a decir. Formó un hogar con una familia numerosa ( años más tarde). Terminó cansándose, y ahora vive, hace diez años, un tranquilo retiro en el que cultiva aspectos de su cultura que las obligaciones no le dieron tiempo de desarrollar. Y, lo que le tiene sorprendido es que algunos amigos que acuden a saludarle hasta su lejano Valle del Cauca –donde les escucha tumbado sobre la hamaca de henequén mientras teclea el portátil-, le felicitan a la par que confiesan su envidia, a la vez que él no deja de interrogarse sobre si sabrá Doña Esperanza lo que significa eso de aplicar la Cultura del esfuerzo. Es evidente que esta mujer ha perdido el “norte”, repite mascullando. O se quita a Rajoy de delante, o termina de castañera en la madrileña Puerta del Sol.

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