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Una posible crónica de lo que puede sentirse los primeros minutos que pisas un Congreso de Diputados.

Hemicícrios

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Ha sido bajar del taxi y comprobar que la carrera de San Jerónimo se queda en graduado escolar si la comparas con la que se está formando en una de tus medias nuevas. Hoy precisamente, en tu primer día con fuego real. Llevas contigo la sensación de sudor frio y boca seca y al mismo tiempo te lo echas en cara pues te habías propuesto que el lugar no te dominara y lo hace. Te preguntas donde estará el detector de metales, los simpáticos ujieres y la procesión de caras conocidas, y de momento solo has visto alguna alcachofa bostezando mientras respira café frio, y un par de entes encorbatados que se desplazan con un curioso movimiento ondulante, saboreando la certeza de cada uno de sus pasos, perfectos cicerones del lugar y sus misterios. El after- shave del jefe de la oposición se presenta antes de llegar a tu altura y te desea buena suerte, mientras de la cafetería surge un tropel de personas realmente amables que te van encauzando sin doblez hacia el salón de plenos donde se representarán todos los pequeños dramas que una serie de altavoces conchavados magnificarán después. Vas superando retratos enormes, austeros, carpetovetónicos, a medida que la sobreabundancia de mármol te satura como un chute de chocolate blanco. Delante tuyo camina sin saludar a nadie un “apestado” que por sus pecados ha acabado en el grupo mixto tras aguantar un mes de terapia de fórceps aplicada por su partido a la hora de intentar expulsarle. Admiras los prodigios de la laca en la latitud de una de las melenas rubias del partido dirigente. Cerca de la entrada todo se densifica, y como los hematíes, leucocitos y plaquetas escupidos a través de una herida al exterior, así vais desembocando todos en el salón de plenos. Te distraes identificando la multitud de acentos de los representantes del pueblo. Una de las manos que se apoya innecesariamente en tu hombro te explica sin venir a cuento que las bambollas de sus dedos provienen de 30 kilómetros diarios sin agarrar bien el manillar de la bicicleta. Te rebasa de improviso una mujer con su lactante, seguida por un trio de cámaras de TV que no bajan del 1 85 y parecen dispuestos a acompañarla hasta a mear si es preciso. Tu partido es nuevo y solo tiene un puñadito de escaños y quizá por eso puedes evitar las preguntas que van cayendo a tu derecha e izquierda. Tu portavoz no está ni se le espera, por culpa de una apendicitis. Lástima de momento de gloria perdido. El coso que avistas al asomarte por vez primera al hemiciclo es más empinado de lo que pensabas, con escalones estrechos como los de la grada norte de Ipúrua, donde aprendiste a chillar en público. Cuanto tiempo de aquello y apenas han pasado diez años. Eres joven, incluso joven promesa.

Dentro de la cámara hay un pandemónium importante, pues se han asignado las respectivas ubicaciones de los grupos parlamentarios y aún así faltan asientos. Aparecen las risas cómplices y las gracietas, y todas las miradas confluyen hacia nosotros, recién llegados y un poco parias. Solo al cabo de unos minutos observamos que con la confusión se han colado una serie de externos entre amigos, familiares, dos supernumerarios del Opus Dei que habían confundido el enclave de reunión, y un mensaka de servicio técnico que debía entregar un Ipad estropeado por exceso de uso. El presidente de la cámara parece preocupado por dar buena imagen y mientras estrecha manos y sacude hombros va ordenando a la gente como el director de orquesta con los distintos grupos de instrumentos. Uno de los corrillos improvisados comenta en euskera (idioma que conozco al haber pasado toda un tercio de mi vida en la bonita Durango) que los lavabos de señoras están hechos un Cristo. En un extraño momento de silencio cruzan por el hemiciclo una serie de frases escuetas con sabor a consigna: “Mira esas pintas” “Eres un cachondo” y “Ni un palmo de nieve” . Hay quien examina notas y engola la voz como si fuera a iniciar de improviso un parlamento. En un lugar así el ego lo representaría un contador Geiger sobreexcitado. Y por otra parte no dejas de pensar en que tú has venido aquí a ayudar. E igual que tú, se supone que otros. Acaso la mayoría. Seguro que aquel que te sonríe. Es bueno para tranquilizar la conciencia pensar así. Quizá es por ello y no por dar la nota por lo que te sudan las manos.

Al fin y al cabo hace solo un año pensabas que la Carrera de San Jerónimo tenía un recorrido de 10 km, cuyas únicas cuatro ediciones siempre las había ganado el mismo keniata.

Hemicícrios

Una posible crónica de lo que puede sentirse los primeros minutos que pisas un Congreso de Diputados.
Ángel Pontones Moreno
viernes, 15 de enero de 2016, 00:19 h (CET)
Ha sido bajar del taxi y comprobar que la carrera de San Jerónimo se queda en graduado escolar si la comparas con la que se está formando en una de tus medias nuevas. Hoy precisamente, en tu primer día con fuego real. Llevas contigo la sensación de sudor frio y boca seca y al mismo tiempo te lo echas en cara pues te habías propuesto que el lugar no te dominara y lo hace. Te preguntas donde estará el detector de metales, los simpáticos ujieres y la procesión de caras conocidas, y de momento solo has visto alguna alcachofa bostezando mientras respira café frio, y un par de entes encorbatados que se desplazan con un curioso movimiento ondulante, saboreando la certeza de cada uno de sus pasos, perfectos cicerones del lugar y sus misterios. El after- shave del jefe de la oposición se presenta antes de llegar a tu altura y te desea buena suerte, mientras de la cafetería surge un tropel de personas realmente amables que te van encauzando sin doblez hacia el salón de plenos donde se representarán todos los pequeños dramas que una serie de altavoces conchavados magnificarán después. Vas superando retratos enormes, austeros, carpetovetónicos, a medida que la sobreabundancia de mármol te satura como un chute de chocolate blanco. Delante tuyo camina sin saludar a nadie un “apestado” que por sus pecados ha acabado en el grupo mixto tras aguantar un mes de terapia de fórceps aplicada por su partido a la hora de intentar expulsarle. Admiras los prodigios de la laca en la latitud de una de las melenas rubias del partido dirigente. Cerca de la entrada todo se densifica, y como los hematíes, leucocitos y plaquetas escupidos a través de una herida al exterior, así vais desembocando todos en el salón de plenos. Te distraes identificando la multitud de acentos de los representantes del pueblo. Una de las manos que se apoya innecesariamente en tu hombro te explica sin venir a cuento que las bambollas de sus dedos provienen de 30 kilómetros diarios sin agarrar bien el manillar de la bicicleta. Te rebasa de improviso una mujer con su lactante, seguida por un trio de cámaras de TV que no bajan del 1 85 y parecen dispuestos a acompañarla hasta a mear si es preciso. Tu partido es nuevo y solo tiene un puñadito de escaños y quizá por eso puedes evitar las preguntas que van cayendo a tu derecha e izquierda. Tu portavoz no está ni se le espera, por culpa de una apendicitis. Lástima de momento de gloria perdido. El coso que avistas al asomarte por vez primera al hemiciclo es más empinado de lo que pensabas, con escalones estrechos como los de la grada norte de Ipúrua, donde aprendiste a chillar en público. Cuanto tiempo de aquello y apenas han pasado diez años. Eres joven, incluso joven promesa.

Dentro de la cámara hay un pandemónium importante, pues se han asignado las respectivas ubicaciones de los grupos parlamentarios y aún así faltan asientos. Aparecen las risas cómplices y las gracietas, y todas las miradas confluyen hacia nosotros, recién llegados y un poco parias. Solo al cabo de unos minutos observamos que con la confusión se han colado una serie de externos entre amigos, familiares, dos supernumerarios del Opus Dei que habían confundido el enclave de reunión, y un mensaka de servicio técnico que debía entregar un Ipad estropeado por exceso de uso. El presidente de la cámara parece preocupado por dar buena imagen y mientras estrecha manos y sacude hombros va ordenando a la gente como el director de orquesta con los distintos grupos de instrumentos. Uno de los corrillos improvisados comenta en euskera (idioma que conozco al haber pasado toda un tercio de mi vida en la bonita Durango) que los lavabos de señoras están hechos un Cristo. En un extraño momento de silencio cruzan por el hemiciclo una serie de frases escuetas con sabor a consigna: “Mira esas pintas” “Eres un cachondo” y “Ni un palmo de nieve” . Hay quien examina notas y engola la voz como si fuera a iniciar de improviso un parlamento. En un lugar así el ego lo representaría un contador Geiger sobreexcitado. Y por otra parte no dejas de pensar en que tú has venido aquí a ayudar. E igual que tú, se supone que otros. Acaso la mayoría. Seguro que aquel que te sonríe. Es bueno para tranquilizar la conciencia pensar así. Quizá es por ello y no por dar la nota por lo que te sudan las manos.

Al fin y al cabo hace solo un año pensabas que la Carrera de San Jerónimo tenía un recorrido de 10 km, cuyas únicas cuatro ediciones siempre las había ganado el mismo keniata.

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