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No se había terminado de barrer el confetti de las sedes de cada partido, y ya hubo que reciclarlo para la nueva campaña.

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El paisaje después de la batalla asemejaba un Tetrix diabólico que no había aparecido en las previsiones más fatalistas. Por más que los candidatos repartieran como paracetamol toda una ristra de conclusiones optimistas e incluso triunfalistas entre sus fieles, ni el más ingenuo de ellos podía escapar de la incómoda sensación de haber malgastado medio año de pre y campaña, todo para acabar varados en la tierra de nadie. Bastaba con limpiar de polvo y paja los mensajes para descubrir detrás de ellos una enorme interrogación. Las combinaciones estudiadas por mentes y máquinas no daban ni una sola opción de pacto viable, y las tres o cuatro inviables obligaban a tanto esfuerzo por parte de unos y otros que, o bien se desechaban de entrada o bien se esgrimían como amenazas que no podían causar ningún efecto, por ridículas. A las reuniones de tanteo que no llegaban al cuarto de hora se sucedían las comparecencias ante los medios, que no servían para acercar posturas sino para sacar de nuevo lustre a eslóganes pasados. La constitución de Cortes, a mediados de enero, solo constató su provisionalidad. Se eligió como presidente a un contemporizador que en este escenario solo serviría para sacar de quicio a todo quisqui. Cuando los mismos tertulianos comenzaron a encogerse de hombros o a llevar al servicio técnico sus bolas de cristal, cundió el pánico. La formalidad pedía que se agotaran los plazos pero la urgencia demandaba repetir comicios. No se había terminado de barrer el confetti de las sedes de los partidos y ya hubo que reciclarlo para una nueva campaña, caracterizada por el regusto amargo de volver a recorrer lo andado.

Dos meses y medio después de todo este magma, ya en los albores de la primavera, se escrutaban de nuevo los votos de los electores. Si en la anterior convocatoria al menos alguien se había atrevido a reivindicar el triunfo, ahora no hubo ni ánimos para ello. Los dientes de sierra de la gráfica se habían asentado en la línea recta de un empate técnico que ni siquiera pactos contra natura con periféricos, antieuropeistas, proanimalistas, antiproistas o proantistas, podía desbloquear. Los programas de cada grupo estaban argamasados con tales dosis de amor propio que siempre ofrecían un punto de desencuentro insalvable, un pequeño detalle sobre el cual no había discusión posible pues implicaba a los cimientos de la filosofía de los simpatizantes del proyecto. Así, la sorpresa fue dejando paso a la desazón a medida que iban esfumándose las alternativas para configurar un gobierno estable. El que había en funciones hacia lo que podía que no era mucho, a la expectativa de algo que no llegaba. La mayor parte de las instituciones funcionaban igualmente al ralentí.

Solo un tiempo después y con una desgana que no ocultaba cierta inquietud, algunos voceros comenzaron a contrastar una serie de datos (no necesariamente económicos) que la estadística escupía con parsimonia cada x semanas. Algunos de ellos pertenecían al ámbito macro cuyos efectos no incidían inmediatamente en el común de la población. La gran parte en cambio, si tocaba el nervio social. Cuando el flujo se hizo molesto por cuanto planteaba demasiadas preguntas, comenzaron las excusas, y se buscaron explicaciones peregrinas donde se implicaba a mucha gente (China y su éxito, China y su fracaso, las devaluaciones, el barril de Brent, las rigideces, la desregulación, el gasto social, el ahorro privado, el cambio de tendencia, la tendencia inmovilista). Todo para concluir que de algún modo “la cosa funcionaba”, y además funcionaba muy bien.

Ni siquiera tras la cuarta convocatoria electoral por el desbloqueo (así fue anunciada), allá por el otoño, hubo quien se atreviera a tener en cuenta el hecho que el país llevaba casi un año con un gobierno en funciones. Tenía su lógica, demasiada gente vivía de vestir al emperador.

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No se había terminado de barrer el confetti de las sedes de cada partido, y ya hubo que reciclarlo para la nueva campaña.
Ángel Pontones Moreno
miércoles, 13 de enero de 2016, 23:47 h (CET)
El paisaje después de la batalla asemejaba un Tetrix diabólico que no había aparecido en las previsiones más fatalistas. Por más que los candidatos repartieran como paracetamol toda una ristra de conclusiones optimistas e incluso triunfalistas entre sus fieles, ni el más ingenuo de ellos podía escapar de la incómoda sensación de haber malgastado medio año de pre y campaña, todo para acabar varados en la tierra de nadie. Bastaba con limpiar de polvo y paja los mensajes para descubrir detrás de ellos una enorme interrogación. Las combinaciones estudiadas por mentes y máquinas no daban ni una sola opción de pacto viable, y las tres o cuatro inviables obligaban a tanto esfuerzo por parte de unos y otros que, o bien se desechaban de entrada o bien se esgrimían como amenazas que no podían causar ningún efecto, por ridículas. A las reuniones de tanteo que no llegaban al cuarto de hora se sucedían las comparecencias ante los medios, que no servían para acercar posturas sino para sacar de nuevo lustre a eslóganes pasados. La constitución de Cortes, a mediados de enero, solo constató su provisionalidad. Se eligió como presidente a un contemporizador que en este escenario solo serviría para sacar de quicio a todo quisqui. Cuando los mismos tertulianos comenzaron a encogerse de hombros o a llevar al servicio técnico sus bolas de cristal, cundió el pánico. La formalidad pedía que se agotaran los plazos pero la urgencia demandaba repetir comicios. No se había terminado de barrer el confetti de las sedes de los partidos y ya hubo que reciclarlo para una nueva campaña, caracterizada por el regusto amargo de volver a recorrer lo andado.

Dos meses y medio después de todo este magma, ya en los albores de la primavera, se escrutaban de nuevo los votos de los electores. Si en la anterior convocatoria al menos alguien se había atrevido a reivindicar el triunfo, ahora no hubo ni ánimos para ello. Los dientes de sierra de la gráfica se habían asentado en la línea recta de un empate técnico que ni siquiera pactos contra natura con periféricos, antieuropeistas, proanimalistas, antiproistas o proantistas, podía desbloquear. Los programas de cada grupo estaban argamasados con tales dosis de amor propio que siempre ofrecían un punto de desencuentro insalvable, un pequeño detalle sobre el cual no había discusión posible pues implicaba a los cimientos de la filosofía de los simpatizantes del proyecto. Así, la sorpresa fue dejando paso a la desazón a medida que iban esfumándose las alternativas para configurar un gobierno estable. El que había en funciones hacia lo que podía que no era mucho, a la expectativa de algo que no llegaba. La mayor parte de las instituciones funcionaban igualmente al ralentí.

Solo un tiempo después y con una desgana que no ocultaba cierta inquietud, algunos voceros comenzaron a contrastar una serie de datos (no necesariamente económicos) que la estadística escupía con parsimonia cada x semanas. Algunos de ellos pertenecían al ámbito macro cuyos efectos no incidían inmediatamente en el común de la población. La gran parte en cambio, si tocaba el nervio social. Cuando el flujo se hizo molesto por cuanto planteaba demasiadas preguntas, comenzaron las excusas, y se buscaron explicaciones peregrinas donde se implicaba a mucha gente (China y su éxito, China y su fracaso, las devaluaciones, el barril de Brent, las rigideces, la desregulación, el gasto social, el ahorro privado, el cambio de tendencia, la tendencia inmovilista). Todo para concluir que de algún modo “la cosa funcionaba”, y además funcionaba muy bien.

Ni siquiera tras la cuarta convocatoria electoral por el desbloqueo (así fue anunciada), allá por el otoño, hubo quien se atreviera a tener en cuenta el hecho que el país llevaba casi un año con un gobierno en funciones. Tenía su lógica, demasiada gente vivía de vestir al emperador.

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