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Fernando Mendikoa

Viajar es pasear un sueño

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Así rezaba una frase que un día leí en alguna parte (sí recuerdo que era anónima, de modo que me evito el copyright). Al igual que sucede con los trastos que se acumulan en lugares de infrecuente visita, se ve que también a esta frase le ha llegado el momento de darle un uso. Suele suceder con todo: hasta con lo más inesperado.

De entre todos los viajes posibles (que son unos cuantos), a uno le produce especial admiración el que una treintena de intrépidos aventureros emprendieron el pasado 9 de noviembre en la localidad francesa de Les Sables d’Olonne: la Vendée Globe, la vuelta al mundo en solitario y sin escalas, que supone un reto extremo, desde cualquier perspectiva. A medio camino entre la competición y la supervivencia, se trata del más osado, increíble y maravilloso de los viajes posibles, porque además supone una lucha leal y honesta con la Naturaleza.

Una competición, sí, y en el más amplio y estricto sentido de la palabra: contra los rivales, pero también contra las adversidades, e incluso contra uno mismo. Pero es en esos viajes en solitario cuando uno se reencuentra consigo, y cuando es capaz de sacar lo mejor de sí, para afrontar con un mínimo de garantías un reto de semejante exigencia. Solo el barco, la inmensidad del mar, y la aparición espontánea y fugaz de algunos acompañantes marinos rompen la soledad de estos expedicionarios del siglo XXI.

Y también se trata de una lucha del hombre junto a la Naturaleza (nunca puede hablarse de contrarios quienes tienen el mismo destino), donde el instinto de supervivencia nos devuelve a nuestros propios orígenes, de los que quizá hemos huido en exceso. Se trata, desde ese prisma, de un regreso a lo desconocido, a aquello por descubrir, a la aventura en la que el ser humano se sabía inferior a las incontrolables pero sabias fuerzas naturales, en los tiempos en que su lugar no era otro sino el de compartir con ella lo mucho que le debemos.

De hecho, la propia regata tiene asimismo algo (o mucho) de lección de lo que es la misma Naturaleza, y la vida. Toda la lucha de esta treintena de navegantes terminará, inevitablemente, en el mismo lugar del que partió, más allá del tiempo que cada uno de ellos emplee en completar la hazaña de recorrer 25.000 millas alrededor del globo. El ciclo de la vida, demostrado por enésima vez.

“Viajar es pasear un sueño”. La frase regresa de nuevo a mi mente, y ahora entiendo lo que aquel que la escribió quiso decir: lo mismo que estos aventureros, hombres solitarios que lucharán por ser el primero en alcanzar la meta, aunque sabedores de que cada uno de ellos está paseando ese sueño con el que partió, lo que en sí mismo supone vencer. Como decía Aristóteles, “el hombre solitario es una bestia, o un Dios”.

Viajar es pasear un sueño

Fernando Mendikoa
Fernando Mendikoa
miércoles, 3 de diciembre de 2008, 11:27 h (CET)
Así rezaba una frase que un día leí en alguna parte (sí recuerdo que era anónima, de modo que me evito el copyright). Al igual que sucede con los trastos que se acumulan en lugares de infrecuente visita, se ve que también a esta frase le ha llegado el momento de darle un uso. Suele suceder con todo: hasta con lo más inesperado.

De entre todos los viajes posibles (que son unos cuantos), a uno le produce especial admiración el que una treintena de intrépidos aventureros emprendieron el pasado 9 de noviembre en la localidad francesa de Les Sables d’Olonne: la Vendée Globe, la vuelta al mundo en solitario y sin escalas, que supone un reto extremo, desde cualquier perspectiva. A medio camino entre la competición y la supervivencia, se trata del más osado, increíble y maravilloso de los viajes posibles, porque además supone una lucha leal y honesta con la Naturaleza.

Una competición, sí, y en el más amplio y estricto sentido de la palabra: contra los rivales, pero también contra las adversidades, e incluso contra uno mismo. Pero es en esos viajes en solitario cuando uno se reencuentra consigo, y cuando es capaz de sacar lo mejor de sí, para afrontar con un mínimo de garantías un reto de semejante exigencia. Solo el barco, la inmensidad del mar, y la aparición espontánea y fugaz de algunos acompañantes marinos rompen la soledad de estos expedicionarios del siglo XXI.

Y también se trata de una lucha del hombre junto a la Naturaleza (nunca puede hablarse de contrarios quienes tienen el mismo destino), donde el instinto de supervivencia nos devuelve a nuestros propios orígenes, de los que quizá hemos huido en exceso. Se trata, desde ese prisma, de un regreso a lo desconocido, a aquello por descubrir, a la aventura en la que el ser humano se sabía inferior a las incontrolables pero sabias fuerzas naturales, en los tiempos en que su lugar no era otro sino el de compartir con ella lo mucho que le debemos.

De hecho, la propia regata tiene asimismo algo (o mucho) de lección de lo que es la misma Naturaleza, y la vida. Toda la lucha de esta treintena de navegantes terminará, inevitablemente, en el mismo lugar del que partió, más allá del tiempo que cada uno de ellos emplee en completar la hazaña de recorrer 25.000 millas alrededor del globo. El ciclo de la vida, demostrado por enésima vez.

“Viajar es pasear un sueño”. La frase regresa de nuevo a mi mente, y ahora entiendo lo que aquel que la escribió quiso decir: lo mismo que estos aventureros, hombres solitarios que lucharán por ser el primero en alcanzar la meta, aunque sabedores de que cada uno de ellos está paseando ese sueño con el que partió, lo que en sí mismo supone vencer. Como decía Aristóteles, “el hombre solitario es una bestia, o un Dios”.

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