Hay que ver lo rápido que se han puesto de acuerdo los legisladores para retirar del código civil español un término legal a todas luces pernicioso para sus intereses. Esa es sólo una de las novedades que trae consigo la reforma de una Ley de Enjuiciamiento Criminal que parece pensada para amparar la impunidad en lugar de condenarla, como sería lo normal en un estado de derecho. Es lo que se conseguirá limitando el período de acción a los instructores: que algunos delincuentes se vayan de rositas a sus domicilios y con el expediente limpio, para poder cargar de nuevo con sus desmanes sin el lastre incómodo de los antecedentes.
Todas estas maniobras pseudomaniqueas, inconcebibles para aquellos europeos que a pesar de la situación nada floreciente que vive el continente se mantienen fieles al espíritu de Solón, no serían posibles sin una masa fluctuante y escasamente crítica como la española, a la que no importa otorgar si es preciso patente de corso a cualquiera con tal de no implicarse más de lo que le exige su sistema nervioso autónomo, para sobrevivir.
El próximo veinte de diciembre tenemos la oportunidad de clamar a los cuatro vientos que los españoles pertenecemos a un estado de la Unión tan avanzado en derechos y libertades como lo pueda ser el más audaz y recalcitrante de los europeos. Para ello tenemos que ir a votar con la lección bien aprendida y todos los deberes hechos. No podemos presentarnos ante las urnas con la aquiescencia de quien no tiene nada que perder, porque eso no es cierto: hay mucho en juego. Un ligero desliz, o simplemente una operación mal calculada, puede volver a condenarnos a pasar otros cuatro años más de penurias como los vividos en la legislatura que, a Dios gracias, está a punto de acabar.