A veces no queremos porque no sabemos. Aprender a querer es una tarea ardua, posiblemente la más de todas. Yo no soy ningún técnico en la materia, ningún filósofo iluminado, soy (como reza mi columna) solo un paisano. Un paisano, de dónde, de quién. Sería vanagloria proclamarme ciudadano del mundo, o peatón de Madrid; lo mismo da. Soy, concluyo, una brizna más, entremezclada entre tantas otras que alguna mano nos posó aquí y en algún tiempo para no saber dar respuesta a por qué estamos en el mundo.
Querer. No hemos sopesado bien el verbo. Querer, como el amar, se tiene que aprender, y en gerundio, es decir, queriendo o amando. El roce hace el cariño, qué duda cabe. Así que si queremos querer, si queremos aprender a querer, tenemos que rozarnos.
La violencia es el colapso de la sinapsis entre las neuronas del cariño. O eso creo yo, pobre ordinario, ignorante donde los haya, estúpido loco que se quiere dejar oír sin cátedra que lo avale. También es verdad que son los campesinos iletrados los que mejor saben cuándo hay que sembrar y cuándo cosechar. Pero es que yo no sé, tampoco, lo qué es el campo; vivo en la ignorancia del asfalto. Entonces, ¿por qué pierdo mi tiempo, y se lo hago perder a los que me leen, en esta sandez de palabras? En lo que a mí atañe, por la necesidad de expresarme, de abrir la olla a presión de mi cabeza, que hierve azuzada por los fuegos más ardorosos del peor infierno imaginable.
Quiero la paz, y la quiero de una forma urgente ¿Por qué no empezamos a rozarnos?