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¿Salvarse? Sin comentarios. No sabe, no contesta. Otro tema

¿Salvarse, de qué?

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Me parece que no nos entendemos. Aparentemente hablamos el mismo idioma, pero cada cual tiene en la cabeza cosas diferentes. Para muchas personas no tiene sentido la palabra “salvarse-salvación”. Muchos la ven como algo que solo se da al hablar del esfuerzo por evitar descender a segunda división en la liga de fútbol, o a lo sumo a que el protagonista salve el pellejo en alguna serie policíaca o de ciencia-ficción, pero la palabra “salvarse” carece totalmente de sentido en el plano vital para una gran cantidad de personas. No hay nada de qué salvarse por la sencilla razón de que no hay nada que conseguir o a lo que aspirar, y por tanto no hay nada que perder.

Me estoy refiriendo al término de la vida, al horizonte vital, a lo que está al otro lado de la muerte.

Para empezar, hay mucha gente que no cree en el alma o entiende que se trata de algo sin sentido o sobre lo que no vale la pena ni siquiera pensar. Con mucho mayor motivo carece de sentido plantearse si el alma ha de salvarse de algo o no.

La salvación del alma al término de la vida no es un tema exclusivo de la religión católica, ni siquiera de las tres religiones del Libro, el cristianismo, el judaísmo y el islam. Ya en el Libro de los Muertos aparece perfectamente planteada la cuestión. No solo Egipto, sino otros pueblos de la antigüedad también se lo plantearon, como no podía ser de otro modo, por cuanto se trata de una cuestión absolutamente prioritaria que responde a las preguntas que todo ser humano que piense un poco termina haciéndose: “Qué soy, para qué estoy en el mundo, cuál es mi destino tras la muerte, a dónde voy, qué es la felicidad, ¿existe Dios? ¿cómo es?”

Recuerdo de mi época de bachillerato que una de las lecciones más difíciles de la asignatura de filosofía era la que trataba sobre la nada. Realmente al profesor le costaba explicar la nada a unos alumnos salidos de la adolescencia con una fuerte tendencia a lo concreto, y por tanto, a “cosificar” la nada, como si de un agujero negro se tratase o como si fuese una especie de “saco” al que iban a parar las cosas que dejaban de existir, asimilando ese “dejar de existir” a una especie de transformación parecida a la que sufre un cigarrillo que se transforma en ceniza.

El profesor explicaba que no, que la aniquilación, la reducción a la nada, no era eso, sino pasar del “ser” al “no ser”. Era dejar de ser, dejar de existir. La nada es eso, “nada”.

Algo así es lo que mucha gente piensa hoy día acerca de su futuro tras la muerte: El alma, si existe, desaparece, deja de existir; y el cuerpo también, aunque tarde algo más, lo cual se acelera con la incineración. El resultado es que, de una persona, tras la muerte, no queda absolutamente nada, como si nunca hubiera pisado este mundo. Solo queda su recuerdo, pero nada de él.

Así me explico por qué vivimos en un mundo tan desesperanzado. Efectivamente, si no hay nada tras la muerte, muchas cosas no tienen sentido. Si no hay nada tras la muerte, lo único que vale la pena es lo material, el goce material, aunque sea efímero. No vale la pena el amor, el servicio, el sacrificio por los demás, el amor a Dios, la oración, la religión, la justicia, etc. Si después de esta vida nos sumimos en una inmensa “nada”, no vale la pena sacrificarse por nada de lo que acabo de enumerar.

Gran parte de la sociedad actual está todavía más lejos de la trascendencia que aquellos atenienses que rompieron a carcajadas en el Areópago cuando San Pablo intentó hablarles de la resurrección. Al menos ellos creían en la inmortalidad del alma.

Sin embargo, la situación de una gran parte de los actuales ciudadanos de este país es dramática, sin el más mínimo horizonte de esperanza, como en una jaula cerrada y con la llave perdida ¿Cómo se puede vivir así? Me explico que abunden los suicidios. Una vida sin Dios al final del camino, no vale la pena vivirla, no tiene sentido, o al menos es para llorarla indefinidamente hasta que llegue inexorable la muerte.

La alternativa a esto es no mirar, no sentir, dejar que pase la vida sin preguntarle el por qué ni el para qué; la superficialidad. Divertirse. ¿Salvarse? Sin comentarios. No sabe, no contesta. Otro tema.

¿Salvarse, de qué?

¿Salvarse? Sin comentarios. No sabe, no contesta. Otro tema
Antonio Moya Somolinos
sábado, 31 de octubre de 2015, 10:50 h (CET)
Me parece que no nos entendemos. Aparentemente hablamos el mismo idioma, pero cada cual tiene en la cabeza cosas diferentes. Para muchas personas no tiene sentido la palabra “salvarse-salvación”. Muchos la ven como algo que solo se da al hablar del esfuerzo por evitar descender a segunda división en la liga de fútbol, o a lo sumo a que el protagonista salve el pellejo en alguna serie policíaca o de ciencia-ficción, pero la palabra “salvarse” carece totalmente de sentido en el plano vital para una gran cantidad de personas. No hay nada de qué salvarse por la sencilla razón de que no hay nada que conseguir o a lo que aspirar, y por tanto no hay nada que perder.

Me estoy refiriendo al término de la vida, al horizonte vital, a lo que está al otro lado de la muerte.

Para empezar, hay mucha gente que no cree en el alma o entiende que se trata de algo sin sentido o sobre lo que no vale la pena ni siquiera pensar. Con mucho mayor motivo carece de sentido plantearse si el alma ha de salvarse de algo o no.

La salvación del alma al término de la vida no es un tema exclusivo de la religión católica, ni siquiera de las tres religiones del Libro, el cristianismo, el judaísmo y el islam. Ya en el Libro de los Muertos aparece perfectamente planteada la cuestión. No solo Egipto, sino otros pueblos de la antigüedad también se lo plantearon, como no podía ser de otro modo, por cuanto se trata de una cuestión absolutamente prioritaria que responde a las preguntas que todo ser humano que piense un poco termina haciéndose: “Qué soy, para qué estoy en el mundo, cuál es mi destino tras la muerte, a dónde voy, qué es la felicidad, ¿existe Dios? ¿cómo es?”

Recuerdo de mi época de bachillerato que una de las lecciones más difíciles de la asignatura de filosofía era la que trataba sobre la nada. Realmente al profesor le costaba explicar la nada a unos alumnos salidos de la adolescencia con una fuerte tendencia a lo concreto, y por tanto, a “cosificar” la nada, como si de un agujero negro se tratase o como si fuese una especie de “saco” al que iban a parar las cosas que dejaban de existir, asimilando ese “dejar de existir” a una especie de transformación parecida a la que sufre un cigarrillo que se transforma en ceniza.

El profesor explicaba que no, que la aniquilación, la reducción a la nada, no era eso, sino pasar del “ser” al “no ser”. Era dejar de ser, dejar de existir. La nada es eso, “nada”.

Algo así es lo que mucha gente piensa hoy día acerca de su futuro tras la muerte: El alma, si existe, desaparece, deja de existir; y el cuerpo también, aunque tarde algo más, lo cual se acelera con la incineración. El resultado es que, de una persona, tras la muerte, no queda absolutamente nada, como si nunca hubiera pisado este mundo. Solo queda su recuerdo, pero nada de él.

Así me explico por qué vivimos en un mundo tan desesperanzado. Efectivamente, si no hay nada tras la muerte, muchas cosas no tienen sentido. Si no hay nada tras la muerte, lo único que vale la pena es lo material, el goce material, aunque sea efímero. No vale la pena el amor, el servicio, el sacrificio por los demás, el amor a Dios, la oración, la religión, la justicia, etc. Si después de esta vida nos sumimos en una inmensa “nada”, no vale la pena sacrificarse por nada de lo que acabo de enumerar.

Gran parte de la sociedad actual está todavía más lejos de la trascendencia que aquellos atenienses que rompieron a carcajadas en el Areópago cuando San Pablo intentó hablarles de la resurrección. Al menos ellos creían en la inmortalidad del alma.

Sin embargo, la situación de una gran parte de los actuales ciudadanos de este país es dramática, sin el más mínimo horizonte de esperanza, como en una jaula cerrada y con la llave perdida ¿Cómo se puede vivir así? Me explico que abunden los suicidios. Una vida sin Dios al final del camino, no vale la pena vivirla, no tiene sentido, o al menos es para llorarla indefinidamente hasta que llegue inexorable la muerte.

La alternativa a esto es no mirar, no sentir, dejar que pase la vida sin preguntarle el por qué ni el para qué; la superficialidad. Divertirse. ¿Salvarse? Sin comentarios. No sabe, no contesta. Otro tema.

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