Cuando parecía que la actualidad cinematográfica no podía ofrecer nada más decepcionante que El Caballero Oscuro, título que, si de mi dependiera, participaría en varias categorías de los premios Razzies en lugar de en esos tentadores Oscars que, vayan ustedes a saber por qué, todo el mundo ya parece darle como hechos, ojeo la cartelera de mi ciudad y hete aquí que, entre toda la oferta de sus multisalas (que si películas para niños alelados protagonizadas por Miliki, que si espectáculos visuales pensados para su proyección en tres dimensiones proyectados en dos, que si Woody Allen filmando postalillas turísticas sin gracia, que si hagiografías apolilladas y cansinas de revolucionarios cubanos etc…), no aparece por ninguna parte una de las tres mejores películas del año, la cual, para colmo de escarnios, está protagonizada por dos intérpretes de la categoría y el tirón comercial de Russel Crowe y Christian Bale.
Les hablo, como no, de El Tren de las 3:10, remake de la obra homónima de Delmert Daves, inspirada su vez por un relato corto de Elmore Leonard, y que, los espectadores menos afectados por los efectos amnésicos y electroconvulsivos de la pirotecnia visual de Rob Cohen, Timor Bekmambetov y compañía, tal vez recuerden con nostalgia por la sutil y elegante manera con la que sacaba el máximo jugo dramático a una historia de esas aparentemente muy, muy, sencillas pero, al mismo tiempo, tan lapidarias en su disección del ser humano como una frase bien tirada de Cormac McCarthy.
Pues bien, la excelente reformulación de la historia original, a cargo del realizador James Mangold (Copland, En La Cuerda Floja, Identity) ha pasado sin pena ni gloria por nuestros cines y, aunque las críticas están siendo en general positivas, no la ha ido a ver ni el Tato debido a sus problemas de distribución (más de un año de retraso, escasas copias…), a que las pantallas están, como he dicho, copadas por productos nacionales e internacionales que no le llegan a la suela de los zapatos, y sobre todo, debido a que el público en este país está tan pervertido por la ranciedad acartonada de ciertas líneas de pensamiento ridículamente antiamericanas que, el que antaño había sido uno de los géneros más apreciados dentro de nuestras fronteras (recordemos el éxito apabullante de La Muerte Tenía un Precio, por ejemplo) ha dejado súbitamente de interesar a pesar de que, en los últimos meses, nos has ofrecido diamantes en bruto del calibre de Enfrentados, de David Von Acken, o este tremendo peliculón protagonizado por un bueno (Bale) y un malo (Crowe), que en el fondo no son ni tan buenos ni tan malos y que, a lo largo de su periplo hacia ese tren de las tres diez que da título a la función, hilvana con inusitada sabiduría intensidad dramática, acción, trasfondo humano, magníficas interpretaciones, partituras inolvidables, violencia, polvo y fibras sensibles.
Sólo por la escena inicial del asalto a la diligencia, filmada con la energía de un John Ford que parece asesorado por el mismísimo Sam Peckinpah, la película ya valdría la pena, pero es que, por si esto no fuera suficiente, sus personajes están increíbles ya desde el papel, recitan unos diálogos para enmarcar pero no por ello pomposos, y se relacionan entre ellos con un aliento clásico de tintes casi shakespearianos que en ningún momento resulta incompatible con la apuesta de Mangold por potenciar la escenas de acción con respecto al film de Daves. En otras palabras: a la espera de lo que pueda hacer Ed Harris con su muy prometedor film Appaloosa, El Tren de las 3:10 es, hoy por hoy, el mejor western realizado desde que Clint Eastwood asombrara al mundo en 1992 con Sin Perdón. Ni más, ni menos, y para ser honestos, más bien más…